Textos más antiguos publicados el 14 de noviembre de 2020 | pág. 5

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fecha: 14-11-2020


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La Cena de Cristo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había un hombre lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo lo puede y lo consuela todo.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Apostasía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, derrumbábase el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y dijérase que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta ala vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.


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La Flor de la Salud

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.


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La Flor Seca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El conde del Acerolo no había dado mala vida a su esposa; hasta podía preciarse de marido cortés, afable y correcto. Verificando un examen de conciencia, en el gabinete de la difunta, en ocasión de hacerse cargo de sus papeles y joyas, el conde sólo encontraba motivos para alabarse a sí propio: ninguno para que la condesa se hubiese ido de este mundo minada por una enfermedad de languidez. En efecto; el matrimonio —según el criterio sensatísimo del conde— no era ni por asomos una novela romántica, con extremos, arrebatos y desates de pasión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimonio! Y el conde no recordaba haber faltado jamás a estos principios de seriedad y cordura. Se le acusaría de otra cosa; nunca de poner en verso la vida conyugal. La respetaba demasiado para eso. No hay que confundir los devaneos y los amoríos con la santa coyunda. Y no los confundía el conde.

Abiertos el secrétaire y los armarios de triple luna, su contenido aparecía patente, revelando todos los hábitos de una señora elegante y delicada. La ropa blanca, con nieve de encajes sutiles; las ligeras cajas de los sombreros; las sombrillas de historiado puño; el calzado primoroso, que denuncia la brevedad del estrecho pie; las mantillas y los volantes de puntos rancios y viejos, en sus saquillos de raso con pintado blasón; los abanicos inestimables en sus acolchadas cajas; los guantes largos de blanda Suecia, que aún conservan como moldeada la redondez del brazo y la exquisita forma de la mano..., iban saliendo de los estantes, para que el viudo, de una ojeada sola, resolviese allá en su fuero interno lo que convenía regalar a la fiel doncella, lo que debía encajonarse y remitirse al Banco, por si andando el tiempo..., y lo que, a título de recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigas de la muerta, entre las cuales había algunas muy guapas... ¡Ya lo creo que sí!


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La Cruz Roja

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...

¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?

Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significativos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.


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Linda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! —decían vagamente—. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En el Semanario..., en el Museo de las familias... En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»


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Rosquilla de Monja

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las quintas de don Florencio Abrojo y don Eladio Paterno tenían una tapia común, de suerte que cuanto se hacía y decía en alguno de los dos jardines había de oírse por fuerza en el otro. Mientras don Florencio, solterón y solitario impenitente, entregado a su única manía, regaba, podaba o acodaba arbustos raros, las niñas de Paterno, que eran siete, y casi todas lindas, alegres y bulliciosas, correteaban como loquillas. Sus argentinas carcajadas, sus chillidos de júbilo, sus pasajeras grescas por un fruto o una flor, iban, cruzando el muro, a perturbar la calma y el silencio en que se complacía el fatigado y desengañado Abrojo.

La índole de la molesta algazara fue modificándose según crecían en años las señoritas de Paterno. Primero, juegos propiamente infantiles, escondites entre los rosales y las magnolias, paseos en carreta y pedradas a los árboles: después, chácharas interminables con amiguitas que venían de Marineda, partidas de crocket, mucho columpio, todo acompañado de meriendas de almíbar y pan: luego se agregó al elemento femenino el masculino, los señoritos animados y obsequiosos, y don Florencio pudo escuchar, con irritación creciente, las bromas intencionadas, los piropos rendidos, el tiroteo de frases agridulces entre ellas y ellos. A este período de escaramuzas siguió aquel en que, habiéndose echado novio dos o tres de las muchachas, las parejitas se sentaban en bancos de piedra, bajo los árboles que sombreaban la tapia misma, y sus voces llegaban como un arrullo a los dominios del señor de Abrojo.


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Geórgicas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.

Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.

No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.


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El Voto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sebastián Becerro dejó su aldea a la edad de diecisiete años, y embarcó con rumbo a Buenos Aires, provisto, mediante varias oncejas ahorradas por su tío el cura, de un recio paraguas, un fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y el certificado falso de hallarse libre de quintas, que, con arreglo a tarifa, le facilitaron donde suelen facilitarse tales documentos.

Ya en la travesía, le salieron a Sebastián amigos y valedores. Llegado a la capital de la República Argentina, diríase que un misterioso talismán —acaso la higa de azabache que traía al cuello desde niño— se encargaba de removerle obstáculos. Admitido en poderosa casa de comercio, subió desde la plaza más ínfima a la más alta, siendo primero el hombre de confianza; luego, el socio; por último, el amo. El rápido encumbramiento se explicaría —aunque no se justificase— por las condiciones de hormiga de nuestro Becerro, hombre capaz de extraer un billete de Banco de un guardacantón. Tan vigorosa adquisividad —unida a una probidad de autómata y a una laboriosidad más propia de máquinas que de seres humanos —daría por sí sola la clave de la estupenda suerte de Becerro, si no supiésemos que toda planta muere si no encuentra atmósfera propicia. Las circunstancias ayudaron a Becerro, y él ayudó a las circunstancias.

Desde el primer día vivió sujeto a la monástica abstinencia del que concentra su energía en un fin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabeza para oír la melodía de las sirenas posadas en el escollo. Lenta y dura comprensión atrofió al parecer sus sentidos y sentimientos. No tuvo sueños ni ilusiones; en cambio, tenía una esperanza.


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El Baile del Querubín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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