Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de
Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante,
hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido
tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel
condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva,
acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no
preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias
Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo
más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para
amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su
chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al
hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la
sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante,
ahuecando la voz, tomó la palabra.
—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el
nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra
banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina
cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!
Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones.
Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo
tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja
a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el
bolsillo de la gabardina, murmuró:
—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?
Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:
—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner
claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo
aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?
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