Textos por orden alfabético publicados el 15 de noviembre de 2020 | pág. 4

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fecha: 15-11-2020


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El Vino del Mar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro Mascota, los cinco tripulantes salían de la taberna disfrazada de café llamada de «América» y agazapada bajo los soportales de la Marina fronterizos al Espolón; tugurio donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos», acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y colillas, y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla en «América» a proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus creencias por los palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos que suelta contra el peñasco.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Voto de Rosiña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Si hay luchas electorales reñidas y encarnizadas, ninguna como la que presenció en el memorable año de 18... el distrito de Palizás (no se busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y digo mal, porque, en efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la padeció, sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la victoria el candidato ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuenta de los atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas que costó «sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el ministro, pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier Magnabreva, conspicuo personaje de la anterior situación.

Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel distrito de batalla..., entre varias razones de peso, porque no le daban otro; y contando con su actividad y denuedo, impulsado por las brisas favorables que siempre soplan en la juventud —ya se sabe que no es amiga de viejos la señora Fortuna—, se propuso trabajar la elección, estar en todo y no perder ripio. A caballo desde las cinco de la mañana hasta las altas horas de la noche; ayunando al traspaso o comiendo lo que saltaba; descabezando una siesta cuando podía; afrentando con su intacto capital de salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra de su contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en regular estado de limpieza.

No fueron únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato. También hizo despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y discretas. Con un instinto y una habilidad que presagiaban brillante porvenir, Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que más podía gustarle, y se captó amigos gastando esa moneda que el aire acuña: la palabra.


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Elección

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye a lo lejos. Para el labriego, es causa de engreimiento la agria queja del carro; pero esta vez en el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho; la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso perfume de la pradería.

A la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca, negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas faenas campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo separado por un tabique del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su modo: sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su gesto decían a Pilara cuanto le importaba saber. El hijo había salido útil, según el reconocimiento..., y por ende ya era «del rey»; era soldado.

Con un nudo en la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo de «pote». Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía a marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche!


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En el Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¡Menudo embeleco! —había exclamado, colérica, la Manuela cuando Lucas ordenó a Sidoro que se pusiese la chaqueta para bajar a la pradera de San Isidro.

En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría su corazoncito de seis años, encogido por la constante aspereza del trato feroz que le daba su madrastra... o lo que fuese: la Manuela, mujerona con que ahora vivía Lucas. En la infancia, decir novedad y cambio es decir esperanza ilimitada y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabe lo que el Santo guardaba en sus manos benditas para los niños sin madre, para los niños apaleados y hambrientos?

Loco de contento se incorporó Sidoro al grupo, si bien le agrió ya el primer gozo tener que cargar con un cestillo atestado de provisiones. Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado que le aliviasen la carga, a no temer uno de los pellizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con que la Manuela le señalaba cardenal para medio mes. Suspirando, alzó el cestillo como pudo, y salieron calle de Toledo abajo, por entre olas de gentes, con un sol capaz de freír magras, un sol más canicular que primaveral.

Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus, carricoches y simones, pasaron el puente de Toledo y llegaron al cerro, donde hervía más compacta la alegre multitud. Lucas habló de entrar a rezarle al Santo; pero la Manuela, levantando de un puntillón a Sidoro, que había caído empujado por el remolino y agobiado por el peso, renegó de la idea y prefirió comprar torrados, avellanas y rosquillas, y buscar donde merendar. La sed les resecaba el gaznate, y Lucas, portador de la colmada bota, notando su grata turgencia entre el brazo y las costillas, aprobó la determinación.


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En Tranvía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.


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Entrada de Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.

Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:

—¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia apelo!...

El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.

—¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia... ¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste...» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo... Se murmura de «los años» en general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me enteraba siquiera!...

Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:


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Fantasía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I. La Nochebuena en el Infierno

Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.

Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.


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Fuego a Bordo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Cuando salimos del puerto de Marineda —serían, a todo ser, las diez de la mañana— no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde..., vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:

—Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

—Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.

—Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado..., ¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.


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Infidelidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:

—Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.

—¡Capricho tú! —repitió Isabel atónita.

—Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos enseñan y nos depuran el alma.

Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:

«Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión.»

Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.

—Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...

La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:

«Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!»


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Inspiración

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El taller a aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y hasta cierta paz doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las colillas y los fósforos, los fragmentos de lápiz de color y el barro de las botas, con la alegre luz solar que entraba por el gran medio punto, acariciaba los muebles y arrancaba reflejos a los herrajes del bargueño, a los clavos de asterisco de los fraileros, y a los estofados del manto de la gótica Nuestra Señora. La horrible careta nipona reía de oreja a oreja, benévolamente, y Kruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un rebujo de telas de casulla, deliciosas por sus tonos nacarados que suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo, reservando sus arrebatos de cariño, expresados con dentelladas y rabotadas, para la tarde.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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