I. Los prolegómenos de una novela de Conan Doyle en el Colonial
Julio Galán Barón estirose los puños, tal vez para resaltar aquella
pulsera oriental (pacotilla de Tánger u Orán), recuerdo de su
escapatoria al norte de África cuando se sintió —hijo único, rico y
mimado— en el caso de olvidar los disgustos (que, afortunadamente para
él, no tenía), y dar, de paso, uno a mamá (¡tan buena y abnegada la
pobre!) y a papá (que, pese al aire feroz, le adoraba), al fin y al cabo
decididos a perdonarle todo con tal de tener al hijo, que era la gran
razón de su vida, y aseguró muy serio:
—De la semana que viene no pasa. Embarco en los primeros días, y
dentro de un mes me tenéis en el Senegal con mi rifle cazando tigres.
Silvestre Fonseca, mientras se calaba el monóculo, afirmó con entusiasta fervor:
—¡Cuenta conmigo! Ya sabes que esta vez me voy contigo sin falta.
Aunque para ello tenga que cargar con el medallón de brillantes de tía
Casiana.
Dos o tres de los héroes de la pandilla, en ratos de jolgorio, de
buen humor o de pedantesca fanfarronería, se ponían monóculo (que vaya
usted a saber de dónde habían sacado), para parodiar al fantasmón del
conde, que no era mala persona pero que sabía presumir tomando aires de superioridad impertinente.
Como la envidia le traía a maltraer, Campos de Maldonado, el
pseudoliterato fracasado, que, a falta de triunfos propios, había
quedado para papeles de Chiuti desempeñados sin la gracia, ligereza,
desenfado ni buena voluntad propios del personaje de Zorrilla, sino con
una acritud concentrada y agresiva de carabina, ironizó agrio, sin comprensión ni simpatía por las fanfarronadas pueriles:
—Me parece a mí que lo que es tú... Como hagas otro viaje que no sea
el que te pague tu padre a Santa Rita, lo más que irás será al Tercio, y
para eso te faltan arrestos...
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