Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint,
conspicienda hominibus exbibeant.
Lactancia
Me encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de
la mar oriental. Empezaba a caer la tarde, cuando la oí por primera
vez, estrellándose contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca
que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los sauces retorcidos
recortaban sus siluetas sobre un cielo cuajado de tempranas estrellas. Y
porque mis padres me habían pedido que fuese a la vieja ciudad que
ahora tenía a paso, proseguí la marcha en medio de aquel abismo de nieve
recién caída, por un camino que parecía remontar, solitario, hacia
Aldebarán —tembloroso entre los árboles—, para luego bajar a esa
antiquísima ciudad, en la que jamás había estado, pero en la que tantas
veces he soñado durante mi vida. Era el Día del Invierno, ese día que
los hombres llaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se
celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun
la propia humanidad. Era, pues, el Día del Invierno, y por fin llegaba
yo al antiguo pueblo marinero donde había vivido mi raza, mantenedora
del ceremonial de tiempos pasados aun en épocas en que estaba prohibido.
Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes habían ordenado a sus hijos, y
a los hijos de sus hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada
cien años, para que nunca se olvidasen los secretos del mundo
originario. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino a colonizar
estas tierras, hace trescientos años. Y era la mía una gente extraña,
gente solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del Sur,
que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos
azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y únicamente se reunía a
compartir rituales y misterios que ningún otro viviente podría
comprender.
Información texto 'El Ceremonial'