—Queridos —dijo la condesa— hay que ir a acostarse.
Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.
Después vinieron a darle las buenas noches al Sr. cura, que había cenado en el castillo como hacía todos los jueves.
El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos
brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y,
aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente
con un beso muy tierno.
Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.
—Os gustan los niños, señor cura —dijo la condesa—.
—Mucho, señora.
La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.
—Y...vuestra soledad, ¿Nunca os ha pesado demasiado?
—Si, a veces.
Él se calló, dudó, y después continuó:
—Pero yo no he nacido para la vida mundana.
—¿Qué sabéis vos de eso?
—¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.
La condesa lo observaba continuamente:
—Veamos, señor cura, decidme, decidme, ¿como os habéis decidido a
renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos
consuela y nos sostiene?. ¿Quién os ha empujado o inducido a apartaros
del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Vos no sois ni un
exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún
acontecimiento, una pena, lo que os ha decidido a pronunciar unos votos
de por vida?
El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió
hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre
dudar a la hora de responder.
Era un enorme anciano de cabellos blancos que prestaba sus servicios
desde hacía veinte años en la comunidad de Saint—Antoine—du—Rocher. Los
campesinos decían de él:
—Es un buen hombre.
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