El trueno, el rayo y el huracán se habían apoderado de la atmósfera.
—¡Temblad! —decía el trueno a los hombres con voz terrible y
poderosa—. La tormenta ha vencido; se acabó la tranquilidad para
vosotros.
—¿Qué son esas torres que habéis levantado a fuerza de paciencia?
—añadía el rayo lanzando llamaradas por los ojos—. Yo las traspaso y las
incendio.
Y el huracán decía, bramando de coraje:
—¡Ay del que navega! ¡Ay de las chozas débiles y de los árboles que
no tengan las raíces muy hondas! Arrasaré todo lo que envuelva dentro de
mis círculos.
Y los truenos, los rayos y los bramidos del viento parecían anunciar la ruina del planeta.
—¡El mundo se acaba! —decían todos los animales, refugiándose espantados en las cavernas o huyendo despavoridos.
—Anda más deprisa —decía una ardilla impaciente, que se creía en
salvo, a un cachazudo caracol que se arrastraba con pereza—: ¡el mundo
se acaba!
—Pierde cuidado —respondió el conchudo animal—. Los que alborotan y
se agitan, como el trueno, el rayo y el huracán, se cansan pronto. Más
miedo tengo al frío, al calor o al hambre, que llegan sin ruido y sin
cansancio. Todo lo violento es pasajero.
En efecto, un cuarto de hora después, el trueno estaba ronco, el
huracán se había detenido, y el rayo sólo producía relámpagos
inofensivos.
Un airecillo templado y juguetón, pero sostenido y constante, deshizo
los nubarrones, y los pájaros, sacudiendo las mojadas plumas, volvieron
a piar alegremente.
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