Textos más populares esta semana publicados el 19 de diciembre de 2020 | pág. 2

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fecha: 19-12-2020


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El Corregidor de Tinta

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del trigésimo tercio virrey

Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
—No tengas pena, pariente,
todavía puede ser
que la soga se reviente.

Anónimo.

I

Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.

El cura don Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales, cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva alegría. De pronto sintióse el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas penetró en la sala del festín.

El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza v que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad eclesiástica.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Gorrión

Teodoro Baró


Cuento infantil


Nací debajo del alero de un tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y…

¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo. No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme convertido en su prisionero.

Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien estuve alicaído durante tres días.


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Las Golondrinas

Teodoro Baró


Cuento infantil


Las golondrinas aparecieron en el horizonte, se fueron acercando y comenzaron a describir círculos por encima de la casa de Isidro. Luego su vuelo fue vertiginoso; unas veces se elevaban más rápidas que una saeta, otras se dejaban caer como plomo, y al rozar la hierba se deslizaban por encima del prado con loca velocidad, tocando las florecillas con la punta de sus alas y cantando:


¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!
 

Al oírlas, el gallo, siempre desdeñoso por exceso de orgullo, se atufaba, enderezaba sus patas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello, abría desmesuradamente el pico y cantaba contestando a las golondrinas:


¡Quiquiriquí!
¿qué me cuenta V. a mí?
 

El pavo convertía su cola en abanico, agitaba todas sus plumas, se ahuecaba, su cresta colgante tomaba matices blancos, azulados y rojos; en una palabra, se daba una pavonada, y exclamaba:


¡Garú, garú, garó!
¡El mal tiempo ya pasó!
 

Las golondrinas continuaron su vuelo errante y vagabundo sin hacer caso del orgulloso gallo ni del vanidoso pavo; poco a poco se fueron acercando a la casa, pasaron tocando sus nidos, que se conservaban pegados al alero del tejado; algunas alargaron el pico y hasta metieron la cabecita dentro del agujero del nido; y como con su alegría creciese el canto, no se oía otra cosa en el espacio que

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!

¡El buen tiempo ya está aquí!

Otras golondrinas se aproximaban al alero, tocaban las piedras de la fachada con sus picos y se alejaban para volver otra vez. Los hijos de Isidro las estaban observando y decían:

—Mira, mira, cómo construyen nuevos nidos.


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El Carajo de Sucre

Ricardo Palma


Cuento


El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.

Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadillo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.

El mismo Santo Domingo cuando, crucifico en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada "Sacre nom de Dieu" y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.

Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.

Sólo el mariscal Miller fue, entre los pro-hombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero ¡carajo!

El juraba en inglés y por eso un "¡God dam!" de Miller, (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:

— ¡Abur, gringo pícaro!

Miller detuvo al caballo y contestó:

— Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. ¡God dam!

Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: "Nadie diga de esta agua no beberé".


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La Cosa de la Mujer

Ricardo Palma


Cuento


Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.

En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.

No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.

Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.

Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.

La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.

El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!

Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldellín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.

Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:


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Los Argumentos del Corregidor

Ricardo Palma


Cuento


I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.


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Tres Cuestiones Históricas sobre Pizarro

Ricardo Palma


Cuento


¿Supo o no supo escribir? ¿fué o no fué marqués de los atavillos? ¿cuál fué y dónde está su gonfalón de guerra?

I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.


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Conversión de un Libertino

Ricardo Palma


Cuento


Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!

(Copla popular en 1746).

En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.

I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban los circunstantes:

Levántamelo, María;
levántamelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Qué se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!


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La Vuelta al Mundo

Teodoro Baró


Cuento infantil


I

Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

—¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:


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La Mariposa

Teodoro Baró


Cuento infantil


Cuando la noche termina, los ángeles revolotean sobre el mar y las montañas, y por esto vemos una línea de oro y rosa detrás de los montes y encima de las aguas. Entonces es cuando las flores, que han pasado la noche dormidas, despiertan lanzando sus primeros suspiros; y como los suspiros de las flores son perfumes, embalsaman el ambiente.

Un día, al amanecer, despertó la magnolia, y al lanzar su primer suspiro oyó una vocecita, pero muy tenue, muy tenue que decía:

—¡Cuán dulce es tu aliento!

—¿Quién eres? preguntó la magnolia.

—Una mariposa.

—Las mariposas son nuestras hermanas; son las flores aladas. ¿Cómo estás aquí?

—Acabo de nacer. Al sentirme con alas he querido volar, pero me he cansado y en ti he buscado refugio.

—Los primeros instantes de la mañana son fríos. Yo te abrigaré, y cuando haya salido el sol podrás continuar tu vuelo.

La magnolia juntó sus pétalos.

—¡Qué bien se está aquí! dijo la mariposa. Parece que a tu calor mi cuerpo se transforma y adquieren fuerza mis alas.

Cuando los rayos del sol hubieron inundado la tierra, la magnolia abrió los pétalos.

—¿Puedo salir? preguntó la mariposa.

—Sí. Vuela si quieres.

—No me atrevo.

—Veo que posees una gran cualidad.

—¿Cuál es?

—La prudencia.

—¿En qué consiste la prudencia?

—En una virtud que nos enseña a discernir lo bueno de lo malo, para seguir lo primero y huir de lo segundo.

—¿Hay cosas malas?

—Sí, y el que no tiene prudencia para evitarlas suele convertirse en su víctima.

—Yo huiré de las cosas malas.

—Todas dicen lo mismo, pero no todas cumplen su propósito.

—No lo comprendo, porque lo malo debe rechazarse.

—Ten presente que el mal reúne a veces grandes atractivos y que sus galas y el placer que creemos ha de proporcionarnos, atraen y acaban por fascinar.


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