Textos más populares esta semana publicados el 19 de diciembre de 2020 | pág. 4

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fecha: 19-12-2020


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El Viento

Teodoro Baró


Cuento infantil


El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.

—¡Tengo frío!

Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.

—¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!

—¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.

—Quiero jugar contigo. Despierta.

Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.

El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.

—¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!

—Aquí estoy, exclamó con acento metálico.

—¿Quién habla?

—Yo.

—¿Quién eres?

—El telégrafo.

—¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?

—El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.

El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.

—¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Antonieta

Teodoro Baró


Cuento infantil


Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de haber cometido el primer pecado, el diablo, a quien el Arcángel había hecho huir a los infiernos, con sus uñas se abrió una salida por el corazón de las rocas, apareció en lo más alto de una elevadísima montaña, que a su contacto se convirtió en volcán; sentose en su boca que vomitaba lava ardiendo, que, a pesar de ser muy roja, no lo era tanto como las carnes del demonio, que estaban encendidas por la ira, que es el fuego que más quema; batió sus alas que despidieron chorros de chispas, y poniendo una pierna sobre otra, paseó sus miradas por el mundo y vio a Adán y Eva ocupados en el trabajo, al que pedían el pan que habían de ganar con el sudor de su frente.

El diablo sonrió, y del hálito que entonces se desprendió de su boca, se formaron nuevos nubarrones, tan espesos que parecían piedras suspendidas en el espacio; y sus labios pronunciaron estas palabras, mientras sus infernales ojos estaban clavados en nuestros primeros padres:

—Estáis condenados a comer el pan con el sudor de vuestra frente y a atender a todas vuestras necesidades. La satisfacción de ellas y el instinto de la propia conservación harán que el hombre olvide a sus hermanos por no pensar más que en sí mismo. Ha nacido un nuevo pecado: el egoísmo. Con él, mío es el mundo.

A medida que el diablo hablaba, los nubarrones eran más densos y rugía con más fuerza el volcán, despidiendo torrentes de lava que formaban un lago a su alrededor. Arrojose en él y se zambulló repetidas veces agitando los brazos, las piernas y moviendo las alas. Rocas como montañas eran despedidas a grande altura y se derretían convertidas en lluvia de fuego. Luego volvió de un salto a la boca del volcán y repitió extendiendo sus garras:

—¡El egoísmo me hará rey del mundo!


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El Justiciero

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


«Catalina de Aragón», así como suena, nada menos que «Catalina de Aragón» se firmaba y se hacía llamar Felipa Danou, francesa de Montmatre. Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros».

Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado...

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones. Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa.

Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros. Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París...

Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable. No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas...


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La Tiranía del Bridge

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Siempre que tuve noticia de un suicidio, lamenté que su autor no nos expusiera en público testamento, para ejemplo de sus semejantes, las causas de su funesta determinación de quitarse la vida... ¡Y he aquí que yo mismo me siento próximo a eliminarme del mundo! ¿Por qué no indicar entonces, a los muchos hombres que dejo detrás de mí, el escollo contra el cual chocara mi barca y puede chocar la de ellos? ¡Oidme pues, oh mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos, y creedme cuanto me oigáis, y meditadlo! Creedlo, porque con un pie en la tumba, no podré deciros más que la verdad; meditadlo, porque tengo, ¡ay! la amarga experiencia de quien viera fracasar todas sus ilusiones y esperanzas.

El caso es que la Muerte se me ha presentado con un disfraz amable. Me avergüenzo de confesarlo; pero el caso es que la Muerte vino a buscarme y me tentó en la forma... ¿cómo decirlo?... de un juego de naipes, ¡el bridge! Supondréis que fui un jugador desgraciado, que perdí mi fortuna, mi crédito, lo que tenía y lo que no tenía, y que me resuelvo a suicidarme por no sobrevivir a la deshonra de mi bancarrota... ¡Nada de eso! Mi historia carecería entonces de toda originalidad y pudiera contarse en dos palabras... El bridge no es un juego peligroso, como el pocker y el baccarat, y, además, desde ya os adelanto que he sido más bien un jugador afortunado... ¡Y aun os declaro que no soy jugador por temperamento, y, si mucho me apuráis, que hasta detesto el juego! No es el amor y la práctica del bridge la causa de mi desgracia, ¡antes bien mi antigua ignorancia y mi odio actual!


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La Moza del Gobierno

Ricardo Palma


Cuento


Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de las once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de la dama.

El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anhelara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.

Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.

Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.

Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.

Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:


Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
 


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Un Día de Libertad

Teodoro Baró


Cuento infantil


Ocho años tenía Luisito, niño moreno, de ojos como nueces, cabello rizado, en cuyo peinado ponía grande esmero su mamá, que le quería como sólo saben querer las madres; y Luisito a veces abusaba algo del cariño maternal, cosa que no deben hacer los niños. Nada le faltaba, a no ser que el criado no le acompañara cuando iba a la escuela, pues al pasar por la calle sus ojos se clavaban en los niños menos dichosos que él, que por ellas vagaban y hubiera deseado poder correr por la ciudad como ellos, sin que nadie le molestara con su vigilancia. Tanto creció el deseo, que un día aprovechó un descuido del criado para esconderse detrás de la puerta de una escalerilla; y transcurrido buen rato, asomó las narices a la calle, y al convencerse de que el criado se había ido, saltó a ella, echó la gorra en el aire y se dijo:

—¡Ya soy libre!

El bueno del criado estaba desesperado; pero Luisito, sin cuidarse de él, comenzó a recorrer las calles hasta que se detuvo delante de una frutera, compró una libra de peras y se las comió murmurando:

—¡Qué ricas están! ¡En mi casa sólo me permiten comer una! ¡Qué tiranía!

Luego jugó con otros niños; y todo marchaba perfectamente, y Luisito estaba tan contento que no comprendía cómo antes no había hecho su primera escapatoria. Como tenía algunos cuartos, compró un trompo; pero no era muy diestro en su manejo, y el trompo, en vez de bailar en el suelo, pegó un brinco y rompió uno de los vidrios de la tienda de un zapatero que salió con el tirapié. Corrió Luisito cayéndosele la gorra, y tras él echó el zapatero, quien no pudo alcanzarle; pero se quedó con la gorra, diciéndole mientras le amenazaba con el tirapié:

—¡Ah, tunante; lo que es la gorra no te la devuelvo sin que me pagues el vidrio!


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La Muñeca

Teodoro Baró


Cuento infantil


Enriqueta estaba loca de contento pues había llegado el instante, para ella tan deseado, de ir a la quinta de los Rosales, situada en una preciosa campiña que tenía por perspectiva verdes montañas y a corta distancia un riachuelo que se deslizaba dulce y tranquilamente sobre un lecho de rocas, debajo de las cuales se guarecían algunos peces, muy poco amables por cierto, pues no se dejaban ver por Enriqueta y se ocultaban en cuanto la morenita cara de la niña se reflejaba en las aguas. Gustaba mucho de las flores, de los árboles, de correr y jugar por el verde prado tachonado de amapolas. La niña gozaba en el campo y respiraba con fruición el aire embalsamado. Llena de júbilo subió al carruaje, tomando asiento al lado de sus padres; cuando divisó la quinta lanzó gritos de alegría; y apenas hubo puesto los pies en el suelo, hubiera comenzado a saltar si su mamá no la hubiese obligado a estarse quieta para descansar de las fatigas del viaje.

Al día siguiente fuese a recorrer el jardín y a visitar los rosales que daban nombre a la quinta, cuyas flores eran sus queriditas amigas; por la tarde dio una vuelta por el prado y llegose al riachuelo; pero los ariscos peces se escondieron y sólo logró ver la cola de uno al meterse debajo de una piedra.

Los días se asemejaban para Enriqueta, aunque nunca fuesen iguales, pues los incidentes siempre variaban. Ya descubría un nido oculto en un matorral y con júbilo participaba el hallazgo a su papá, que le recordaba que los nidos debían ser respetados por los niños y que era crueldad robar a una madre sus hijitos; ya la entusiasmaba el vuelo de las mariposas, el canto de las aves, la fruta que colgaba de los árboles, de la cual sólo comía con permiso de sus padres para evitar que la dañara; ya lograba sorprender a los peces del arroyuelo y verlos hasta que se ocultaran; y todo esto constituía otras tantas emociones para Enriqueta.


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Los Polvos de la Condesa

Ricardo Palma


Cuenta


Crónica de la época del decimocuarto virrey del perú

(Al doctor Ignacio La-Puente.)

I

En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.

Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.

En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos caracterizados.

No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.

Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.

Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.

Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.


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¡Tajo o Tejo!

Ricardo Palma


Cuento


El único teatro que, por los años de 1680, poseía Lima, estaba situado en la calle de San Agustín, en un solar o corralón que, por el fondo, colindaba con la calle de Valladolid, y era una compañía de histriones o cómicos de la legua la que actuaba.

Ensayábase una mañana no sé qué comedia de Calderón o de Lope, en la que el galán principiaba un parlamento con estos versos:


Alcázar que sobre el Tejo
 

Lo de Tejo hubo de parecer al apuntador errata de la copia, y corrigiendo al cómico, le dijo:

—¡Tajo!, ¡Tajo!

Este no quiso hacerle caso y repitió el verso: Alcázar que sobre el Tejo

—Ya le he dicho a usted que no es sobre el Tejo ...

—Bueno, pues—contestó el galán, resignándose a obedecer—, sea como usted dice, pero ya verá lo que resulta—y declamó la redondilla:


Alcázar que sobre el Tajo
Blandamente te reclinas
Y en sus aguas cristalinas
Te ves como en un espajo.
 

Y volviendo al apuntador, le dijo, con aire de triunfo:


¿Ya lo ve usted, so carajo,
Cómo era Tejo y no Tajo?
 

A lo que aquél, sin darse por vencido, con
Pues disparató el poeta
¡Puñeta!


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La Gatita de Mari-Ramos que Halaga con la Cola y Araña con las Manos

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del trigésimo cuarto virrey del perú

(A Carlos Toribio Robinet.)

Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fué, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

I

Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dió a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.

Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediende de hacerse archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.

El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja.


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