El otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr
sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en
la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana
en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta
ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una
pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía
por la habitación con un vago olor a perfume oriental.
Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y
acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas,
experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía
bastante a las sensaciones de la primera borrachera.
Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para
embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las
dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra
función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.
Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra.
Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la
muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.
El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de
somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si
hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama
como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo
un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que
estaba acurrucado en una esquina del edredón.
Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su
polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.
Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.
Es el siguiente:
Información texto 'La Pipa de Opio'