Textos más populares este mes publicados el 20 de mayo de 2016 | pág. 3

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fecha: 20-05-2016


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El Beso

Antón Chéjov


Cuento




El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:

—Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

—¡Maldita sea! —rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos—. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Extraviados

Antón Chéjov


Cuento


Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.

—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...

—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!

—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...

—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

—Es una casita bonita —dice Cosiaokin —; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.


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Un Padre de Familia

Antón Chéjov


Cuento


Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan Stefanovitch Gilin despiértase de muy mal humor. Refunfuña, frunce las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que le han ofendido o que algo le inspira repugnancia. Vístese despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.

—Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

—Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.

—¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?

—No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

—Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.


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Vecinos

Antón Chéjov


Cuento


Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.

La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.

Así pasaron seis días. El séptimo —un domingo, después de la comida— un hombre a caballo trajo una carta. La dirección —«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»— estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...

«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.


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El Gordo y el Flaco

Antón Chéjov


Cuento


En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado —su esposa—, y un colegial espigado que guiñaba un ojo —su hijo.

—¡Porfiri! —exclamó el gordo, al ver al flaco—. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Madre mía! —soltó el flaco, asombrado—. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

—¡Amigo mío! —comenzó a decir el flaco después de haberse besado—. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves... Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

—¡Estudiamos juntos en el gimnasio! —prosiguió el flaco—. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach... luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.


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El Talento

Antón Chéjov


Cuento




El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

—No puedo casarme.

—¿Pero por qué? —suspira ella.


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El Trágico

Antón Chéjov


Cuento




Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.


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Exageró la Nota

Antón Chéjov


Cuento


La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Gñilushki.

(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, ha que calcular unos cincuenta.)

—Oiga señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? —le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.

—¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?

—A la finca del general Jojotov, en Devkino.

—Intente en el patio, al otro lado de la estación —dijo el gendarme, bostezando—. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.

El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.

—Vaya un carro —gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo—. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera...

—Nada más fácil —replicó el campesino—. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.


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Iván Matveich

Antón Chéjov


Cuento


Son las seis de la tarde. Uno de nuestros sabios más conocidos, cuyo nombre no hace al caso—le llamaremos sencillamente el Sabio—, está en su despacho impacientándose y mordiéndose las uñas.

—Es inconcebible—dice, y no cesa de mirar el reloj a cada momento—. Esto es no respetar ni el trabajo ni el tiempo ajenos; en Inglaterra un hombre semejante no ganaría ni un penique y tendría que morirse de hambre. ¡Ya verás cómo te voy a arreglar!

El Sabio siente la necesidad de hablar y desahogarse. Acércase a la puerta que comunica con el aposento de su mujer, y luego entra.

—¡Oye, Katia!—exclama con indignación—. Si ves a Pedro Dmitrievitch, dile que su modo de proceder no es digno de un caballero. ¡Esto es abominable! Recomienda a un copista sin conocerlo. El mozuelo viene diariamente una o dos horas más tarde de lo convenido. ¿Es esto trabajar? Cuando llegue, lo trataré como a un perro, no le pagaré, le despediré; con gente así no hay que gastar contemplaciones.

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?


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La Cronología Viviente

Antón Chéjov


Cuento


El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.


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