¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los
bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres
con trajes multicolores, qué de elegantes “callejeras” dándose tono!
Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulan con sus frágiles canastillas.
Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas…
—¿Misteriosas?
—¡Sí, sí las hay!
Existe, —sépanlo, sonrientes lectoras—, existe en el mismo París
cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros
de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la
mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos
esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por
centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los
catafalcos.
Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres
ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se
concibe!
Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más
alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes;
son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas
apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para
ellos cosa de un instante.
Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa
carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada,
distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas
aisladas inclusive, estos melancólicos despojos.
Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su
cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los
reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil y
un sitios de placer.
Información texto 'Flores de las Tinieblas'