Textos más vistos publicados el 21 de octubre de 2016 | pág. 2

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fecha: 21-10-2016


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El Canario

Jules Renard


Cuento


¿Por qué se me ocurriría comprar este pájaro? El pajarero me dijo: «Es un macho. Espere una semana para que se adapte, y cantará». Pero el pájaro se obstina en permanecer callado y lo hace todo al revés. Tan pronto como lleno su comedero, saca los granos con el pico y los lanza a los cuatro vientos. Ato con una cuerda una galleta entre dos barrotes de la jaula. Sólo picotea la cuerda. Empuja y golpea la galleta como con un martillo y ésta termina por caerse. Se baña en el agua limpia del bebedero y bebe en su bañera. Y defeca indiferentemente en los dos. Debe imaginar que el pastelito es una pasta con la que los pájaros de su especie construyen los nidos y, nada más verlo, se acurruca en él. No ha comprendido aún para qué sirven las hojas de lechuga y sólo disfruta haciéndolas añicos. Cuando se le ocurre coger un grano, le cuesta un mundo tragárselo. Lo pasea de un lado al otro del pico, lo aprieta, lo aplasta, y mueve la cabeza como si se tratara de un viejecillo sin dientes. El terrón de azúcar no le sirve. ¿Es una piedra que sobresale, un balcón, una mesa poco práctica? Prefiere las barras de madera. Tiene dos que se superponen y se cruzan. Me aburre verlo saltar. Se asemeja a la estupidez mecánica de un péndulo que no marcara nada. ¿Qué placer obtiene saltando así? ¿Qué necesidad le hace saltar? Si descansa de una aburrida gimnasia agarrado con una pata a la barra que parece estrangular, con la otra busca instintivamente la misma barra.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Contertulio

Miguel de Unamuno


Cuento


A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.


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Dominio público
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El Caballero de Azor

Juan Valera


Cuento


I

Hará ya mucho más de mil años, había en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.

Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera, luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres estadillos nacientes, donde, entre breñas y riscos, se guarecían los cristianos.

En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Esposo Complaciente

Marqués de Sade


Cuento


Toda Francia se enteró de que el príncipe de Bauffremont tenía, poco más o menos, los mismos gustos que el cardenal del que acabamos de hablar. Le habían dado en matrimonio a una damisela totalmente inexperta a la que, siguiendo la costumbre, habían instruido tan sólo la víspera.

—Sin mayores explicaciones —le dice su madre— como la decencia me impide entrar en ciertos detalles, sólo tengo una cosa que recomendarte, hija mía: desconfía de las primeras proposiciones que te haga tu marido y contéstale con firmeza: «No, señor, no es por ahí por donde se toma a una mujer decente; por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera….»

Se acuestan y por un prurito de pudor y de honestidad que no se hubiera sospechado ni por asomo, el príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios manda al menos por una vez, no propone a su mujer más que los castos placeres del himeneo; pero la joven, bien educada, se acuerda de la lección:

—¿Por quién me tomas, señor? —le dice—. ¿Te has creído que yo iba a consentir algo semejante? Por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera.

—Pero, señora…

—No, señor, por más que insistas nunca accederé a eso.

—Bien, señora, habrá que complacerte —contesta el príncipe apoderándose de su altar predilecto—. Mucho me molestaría que dijeran que quise disgustarte alguna vez.

Y que vengan a decirnos ahora a nosotros que no merece la pena enseñar a las hijas lo que un día tendrán que hacer con sus maridos.


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El Jardín Engañoso

María de Zayas y Sotomayor


Cuento


No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza, divino milagro de la naturaleza y glorioso trofeo del Reino de Aragón, vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza, que este es el más rico don que se puede alcanzar. Diole el cielo por fruto de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a dos bellas hijas: la mayor llamada Constanza, y la menor Teodosia; tan iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfectas, que eran llamadas, por renombre de riqueza y hermosura, las dos niñas de los ojos de su patria.

Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas campea la belleza y donaire, se aficionó de la hermosa Constanza don Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo, galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo, le podemos llamar así.

Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano, que jamás entendió de él esta voluntad, temiendo que como hermano mayor no le estorbase estos deseos, así por esto como por no llevarse muy bien los dos.

No miraba Constanza mal a don Jorge, porque agradecida a su voluntad le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole, que habiendo sus padres de darle esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y fiada en esto estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el creer que apenas se la pediría a su padre, cuando tendría alegre y dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente, que dejaba lugar a su padre para que en caso de que no fuese su gusto el dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor dejarse de esta pretensión.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Empédocles: Supuesto Dios

Marcel Schwob


Cuento


Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las riberas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco tiempo después de que Jerjes ordenara azotar el mar con cadenas. La tradición cuenta sólo que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció. Indudablemente hay que entender de ello que era hijo de sí mismo, cual la conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en plena gloria las campiñas sicilianas, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Llevaba un manto de púrpura sobre el que se desparramaban sus largos cabellos; alrededor de la cabeza traía una banda de oro, en los pies sandalias de bronce, y llevaba guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.

Por imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, al modo homérico, con acentos pomposos, subido en un carro y la cabeza alzada hacia el cielo. Un gran gentío le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los trigos, los hombres acudían de todas partes hacia Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que contiene todo, semejante a una vasta esfera.


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Flores de las Tinieblas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres con trajes multicolores, qué de elegantes “callejeras” dándose tono!

Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulan con sus frágiles canastillas.

Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas…

—¿Misteriosas?

—¡Sí, sí las hay!

Existe, —sépanlo, sonrientes lectoras—, existe en el mismo París cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los catafalcos.

Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se concibe!

Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes; son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para ellos cosa de un instante.

Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada, distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas aisladas inclusive, estos melancólicos despojos.

Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil y un sitios de placer.


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Gil Braltar

Julio Verne


Cuento


I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Uiss, uiss! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

—¡Uiss, uiss! —repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.


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El Asesino de Cisnes

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canario

Katherine Mansfield


Cuento


¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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