Textos más antiguos publicados el 22 de julio de 2018

Mostrando 1 a 10 de 13 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 22-07-2018


12

El Vergonzoso en Palacio

Tirso de Molina


Teatro, Comedia


Personas que hablan en ella

El DUQUE de Avero
Don Duarte, CONDE de Estremoz
Dos CAZADORES
FIGUEREDO, criado
TARSO, pastor
MELISA, pastora
DORISTO, alcalde
MIRENO, pastor
LARISO, pastor
DENIO, pasto
RUY Lorenzo, secretario
VASCO, lacayo
Doña JUANA
Doña MAGDALENA
Don ANTONIO
Doña SERAFINA
Un PINTOR
LAURO, viejo pastor
BATO, pastor
Un TAMBOR

Acto primero

(Salen el DUQUE de Avero, viejo, y el CONDE de Estremoz, de caza)

DUQUE:
De industria a esta espesura retirado
vengo de mis monteros, que siguiendo
un jabalí ligero, nos han dado
el lugar que pedís; aunque no entiendo
con qué intención, confuso y alterado.
Cuando en mis bosques festejar pretendo
vuestra venida, conde don Duarte,
¿dejáis la caza por hablarme aparte?

CONDE:
Basta el disimular, sacá el acero
que, ya olvidado, os comparaba a Numa;
que el que desnudo veis, duque de Avero,
os dará la respuesta en breve suma.
De lengua al agraviado caballero
ha de servir la espada, no la pluma
que muda dice a voces vuestra mengua.

(Echan mano)

DUQUE:
Lengua es la espada, pues parece lengua;
y pues con ella estáis, y así os provoca
a dar quejas de mí, puesto que en vano,
refrenando las lenguas de la boca,
hablen solas las lenguas de la mano
si la ocasión que os doy, que será poca
para ese enojo poco cortesano,
a que primero la digáis no os mueve;
pues mi valor ningún agravio os debe.

CONDE:
¡Bueno es que así disimuléis los daños
que contra vos el cielo manifiesta!

DUQUE:
¿Qué daños, conde?


Leer / Descargar texto

Dominio público
69 págs. / 2 horas / 466 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Caza

Arturo Robsy


Cuento


Pedro regresa de la caza con la escopeta al hombro: ha sido un día feliz, siempre acompañado por los crujidos del borrajo bajo sus pies o por los rasponazos de las aulagas sobre las perneras del pantalón. Lleva también junto al pulgar un pinchazo de la zarza, de cuando se detuvo a comer zarzamoras y a dejar pasar el calor insoportable que le agobiaba el cuerpo, y, sin embargo, sonríe mientras silba una vieja marcha de los tiempos del servicio militar, porque la cacería es algo más que una afición para él.

Ahora se detiene y cambia el morral por la percha a la sombra del cabrahigo más próximo: son, en total, seis perdices, dos codornices y tres becadas, algo poco acostumbrado ya por estas tierras cuando se caza solo. Pero, como antes pensaba, hoy era un día especial; incluso a la primera muestra del perro, cuando se levantaron tres perdices, a punto estuvo de conseguir un doblete (el sexto de su vida) y, desde luego, la segunda pieza escapó de ala, soltando plumas...

"Mejor será —concluye— no explicar esto: luego todo es decir que si a los cazadores se nos hacen los dedos huéspedes o que no sabemos pasar sin exagerar un poco."

El setter, a su lado, hunde el hocico entre la caza y respira a gusto los olores de los animales. Se trata de un cariñoso perro, con muy buenos vientos, una verdadera joya que le regaló un amigo francés:

"Usted le hará feliz —había dicho el extranjero—. Yo, en cambio, no sé cazar".

Y así, Zar, el setter, y él, pasaron a formar un magnífico equipo; ambos eran dos apasionados del monte, de pisar y repisar los pajones y patear la fronda, y sólo la oscuridad les alejaba de los cotos, como hoy, que iban ya camino de su coche, gloriosamente cansados y satisfechos, el amo del perro, y el perro, del cazador de mandaba.


Leer / Descargar texto

Licencia limitada
6 págs. / 10 minutos / 66 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cupido Contra Pólux

Robert E. Howard


Cuento


Al tiempo que subía los escalones de la casa de la fraternidad, me encontré con Tarántula Soons, un memo con poca disposición y los ojos saltones.

—¿Podría suponer que estás buscando a Spike? —dijo, y al verme admitir el hecho, me miró con curiosidad y añadió que Spike se encontraba en su habitación.

Subí y, mientras lo hacía, oí que alguien cantaba una canción de amor con una voz que era la incitación para un homicidio justificado. Por extraño que parezca, aquella atrocidad emanaba de la habitación de Spike, y cuando entré, vi a Spike sentado en un diván y cantando algo acerca de las lunas de los amantes y labios suaves de color rojo. Sus ojos brillaban encandilados vueltos hacia el techo y ponía el alma en el escandaloso bramido que sólo él imaginaba a la altura de la melodía. Decir que me quedé sorprendido es decir poco y, cuando se volvió y me dijo: «Steve, ¿no es maravilloso el amor?» podría haberme derribado con un martinete. Además de medir sus buenos seis pies y siete pulgadas y pesar algo más de doscientas setenta libras, Spike tiene un careto que hace que Firpo parezca el personaje adecuado para un anuncio para petimetres, sin contar con que es casi tan sentimental como un rinoceronte.

—¿Eh? ¿Y quién es ella? —pregunté con cierto sarcasmo, a lo que Spike se limitó a suspirar amorosamente y seguir con sus poesía. Aquello me irritó—. ¡Así que por eso no estás entrenando en el gimnasio! —bramé—. Eres un maldito haragán. El torneo de boxeo entre colegios empieza mañana y estás aquí, maldito morsa enorme, cantando cursiladas como si fueras un condenado becerro de tres años.

—¡Lárgate! —dijo, amagando un directo de derecha a mi mandíbula de manera distraída—. Puedo acabar con esos pastores alemanes sin entrenarme.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Siempre Vuelven

Robert E. Howard


Cuento


Hace tres años eras el mejor de tu categoría y podías aspirar al título... ¡Ahora eres un vagabundo lleno de whisky tumbado en un bar mexicano!

La voz era dura y ronca, llena de amargo desprecio, tan cortante como un cuchillo. El hombre a quien se le dirigían tales palabras se estremeció y parpadeó unos ojos enrojecidos por el alcohol.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó groseramente.

—Sólo porque me repugna ver cómo se echa a perder un hombre... ¡sólo porque me da asco ver cómo un hombre que lo tiene todo para ser un campeón se pudre en un pueblo de mala muerte de la frontera!

Aquellos dos hombres y los clientes, americanos y mexicanos desde el otro lado del saloon los observaban con curiosidad, eran todo un contraste. El hombre medio recostado en la mesa manchada de cerveza era joven y, pese a sus ropas hechas jirones, su atlética apariencia resultaba evidente. Su rostro no era antipático, aunque llevase las marcas de una vida disoluta. Sus facciones eran muy finas, nariz regular de delicado caballete, lo que indicaba lo bueno de su cuna. A primera vista, su boca parecía traicionar una cierta debilidad. Pero un examen más detenido revelaba que la boca era la de un hombre dotado de sensibilidad y con un carácter inestable y caprichoso... un defecto que no le convertía en un haragán.

El hombre que le había dirigido la palabra tenía el cuerpo esbelto, seco y nervudo, de mediana edad, con labios delgados, nariz encorvada y ojos de mirada autoritaria. Su ropa era cara pero sin ser rebuscada, y su presencia parecía fuera de lugar en aquel sórdido antro.


Información texto

Protegido por copyright
30 págs. / 54 minutos / 33 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Traición

Robert E. Howard


Cuento


Ace Jessel, un gigante de ébano y campeón del mundo de los pesos pesados, sintió el deseo de volver a ver su villa natal tras años de ausencia, y su mánager, John Taverel, aunque con cierta aprensión, organizo algo así como una gira triunfal para su boxeador.

Así fue como Ace volvió a la pequeña ciudad de la costa, situada muy por debajo de la línea Mason-Dixie donde, en su juventud, trabajó en los campos de algodón y, más tarde, en los muelles antes de empezar a ascender por la escalera de la gloria. Los indolentes pantanos con sus frescas orillas cubiertas de vegetación y sombreadas por los árboles, las marismas oscuras y misteriosas, las vastas extensiones de arenales desolados, con la arena incrustada de sal... aquel paisaje cautivaba el alma primitiva de Ace Jessel y le acogieron como en otros tiempos, intactos pese al paso de los años. Pero la gente sí había cambiado.

Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán. Los habitantes de la ciudad natal de Ace Jessel, a causa de su orgullo sureño, ardiente y feroz, y de su conciencia de clase, miraron a Ace como si fuera un recién llegado, un negro que no había sabido permanecer en su sitio. Se resentían por sus victorias sobre boxeadores de raza blanca y tenían la impresión de que aquel hecho repercutiría sobre ellos de alguna manera.

Aquello hirió a Ace, le hirió cruelmente. Encontrarse con una bienvenida reservada y fría, o incluso con franca hostilidad, cuando él esperaba manifestaciones de amistad y comprensión, le afectó y mucho más la actitud condescendiente y afectada que adoptaron los que más temían la opinión pública por mucho que ansiaran intimar con el boxeador más prestigioso del mundo entero. Y Ace descubrió que había perdido cualquier contacto con sus antiguos amigos negros.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 37 minutos / 40 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 29 minutos / 58 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Puños del Desierto

Robert E. Howard


Cuento


1. La Estación de Yucca

Una pequeña estación, con la pintura herrumbrosa y agrietada por el sol ardiente —al otro lado de la vía férrea, algunas cabañas de adobe y unas cuantas casas de madera—, así era la Estación de Yucca, expuesta al calor en medio del desierto que se extendía de un extremo al otro del horizonte.

Al Lyman recorría el apeadero a la sombra poco abundante y sofocante de la pequeña estación, con sus botas barnizadas crujiendo sobre la gravilla. El tal Lyman era un hombre bajo, de hombros estrechos y caídos; la vestimenta mugrienta, barata, el producto típico de los barrios bajos de una gran ciudad. La nariz ganchuda, como el pico de un depredador, con los ojos penetrantes, apestando a mercachifle a una legua de distancia.

Su sustento andaba a su lado... Spike Sullivan, conocido por los habituales de la Sala Atlética de la calle Barbary. Gigantesco, con los hombros como los de un buey, manos gruesas y caídas a lo largo del cuerpo, medio abiertas, como las de un simio, cubiertas de pelos hirsutos y negros. Un rostro ceñudo, mandíbula prominente, ojos negros y de mirada estúpida. Al igual que Lyman, desentonaba en aquel decorado, y su verdadero nombre no sonaba muy parecido a Sullivan.

Miraba a su alrededor mientras seguía lentamente a Lyman... los dos hombres se movían porque, en aquel horno, era más soportable hacerlo que permanecer inmóviles. Sullivan frunció el ceño hacia la minúscula ciudad que se extendía al otro lado de las vías férreas, hacia el hombre apenas visible que estaba en la sala de espera, hacia el chucho tumbado debajo de un banco junto al muro de la estación.

El perro despreció la mirada del hombre. Se estiró y salió de debajo del banco, agitando la cola. Sullivan le apartó con un irritado juramento. Su gruñido rabioso retumbó en el silencio; el hombre de la sala de espera se acercó a la puerta y miró con frialdad a los extranjeros.


Información texto

Protegido por copyright
35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 31 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Miedo a la Multitud

Robert E. Howard


Cuento


Hablé por primera vez con Slade Costigan en el vestuario, a donde yo había ido tras su victoria por K. O. sobre Batallador Monaghan en el segundo asalto. Aquel muchacho era una muestra de humanidad bastante impresionante, de más de un metro ochenta de altura, cintura delgada, piernas largas y nerviosas, hombros especialmente anchos y unos brazos robustos. La piel bronceada, ojos estrechos de un color gris frío, y una espesa melena de cabellos negros que le caían sobre una frente ancha, le hacían tener el rostro de un combatiente —ancho en los pómulos, con los labios delgados y una mandíbula sólida. Por el momento, aquel rostro se encontraba en un lamentable estado, con un ojo medio cerrado, los labios destrozados y las mejillas marcadas por numerosas rasguñaduras, el resultado de los últimos y desesperados esfuerzos de Batallador Monaghan.

Tomé asiento y le miré fijamente.

—Me llamo Steve Palmer; sin duda, habrás oído hablar de mí. Vayamos al grano. Pareces inteligente.

Pareció ligeramente sorprendido, pero sonrió.


Información texto

Protegido por copyright
22 págs. / 39 minutos / 32 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Marino Boxeador

Robert E. Howard


Cuento


Bien, mientras el árbitro nos daba las recomendaciones para el combate —y como de costumbre nadie le escuchaba—, examiné a mi adversario. Era un poco más bajo que yo y unos cinco kilos más ligero, pero con un animal como él aquello no significaba gran cosa. Era un tipo duro de pelar como había visto pocos... uno de esos rubios de pelambrera espesa y muy mal aspecto. Por regla general, son los boxeadores de pelo negro, como yo, los más reconocidos por su robustez, pero cuando uno se encuentra con un rubio que sabe encajar todos los golpes, es un adversario temible. Otra cosa: algunos tipos saben golpear pero no saben boxear; otros saben boxear, pero no saben golpear. Kid Allison tenía un famoso juego de piernas y una pegada homicida. ¡Sostengo que es escandaloso que haya boxeadores así!

Me dedicó una malsana sonrisa cuando nos vimos las caras. Mientras el árbitro nos soltaba el rollo, observé que Allison estiraba las corvas y levantaba los puños, pero no le presté mayor atención... ¿quién iba a hacerlo? Luego, ¡bam!, sin la menor advertencia aquella inmunda rata de cloaca me lanzó un directo al plexo solar. Maldita sea, ¿se dan cuenta? Yo estaba allí sin esperarlo, con los puños bajos y los músculos del vientre relajados. Mil tormentas, caí a la lona como si me hubieran golpeado con un martillo de forja, me retorcí y me contorsioné como una serpiente aplastada.

La tripulación del Sea Girl lanzó sanguinarios aullidos y la multitud empezó a gritar con estupor, pero Kid Allison le preguntó al árbitro con imperturbable sangre fría:

—Un golpe al cuerpo como ése no es irregular, ¿verdad?

El árbitro murmuró algo, bastante desconcertado, incluso confundido. En aquel momento Bill O'Brien recuperó el entendimiento y bramó:

—¡Golpe bajo! ¡Golpe bajo! ¡Es trampa!


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 32 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

12