Textos más vistos publicados el 22 de octubre de 2016 | pág. 4

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fecha: 22-10-2016


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La aventura de Tse-i-La

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La Esfinge: «Adivina o te devoro».

Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang—Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva.

En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país

El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche—Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento.

Una vez —quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte— un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche—Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Cartelera Celeste

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry Ghys

Eritis sicut dii.
—Antiguo Testamento


Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio.

Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: el Labarum de Constantino, las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época.

En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendría un legítimo derecho al reconocimiento público, y digámoslo (¿por qué no?), a la admiración de la posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esas Solognes indefinidas y transparentes?

No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir la colaboración, y también, si fuese necesario, la energía de gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos.


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La Dama de Espadas

Aleksandr Pushkin


Cuento


I

Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.

—¿Qué has hecho, Surin? —preguntó el amo de la casa.

—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!

—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?… Me asombra tu firmeza…

—¡Pues ahí tenéis a Guermann! —dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!

—Me atrae mucho el juego —dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.

—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.

—¿Cómo?, ¿quién? —exclamaron los contertulios.

—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!

—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.

—¿Pero no sabéis nada de ella?

—¡No! ¡De verdad, nada!

—¿No? Pues, escuchad:


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La Desconocida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa de Lacios

El cisne calla durante toda su vida para cantar bien una sola vez.
—Antiguo proverbio

Era el sagrado muchacho a quien un bello verso hace palidecer.
—Andrien Juvigny

Aquella noche, todo París resplandecía en los Italiens. Se representaba Norma. Era la función de despedida de María—Felicia Malibrán.

La sala entera, con los últimos acordes de la plegaria de Bellini, Casta diva, se había levantado y reclamaba a la cantante en un glorioso tumulto. Le arrojaban flores, pulseras, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, y que se alejaba, creyendo cantar!

En el centro de las butacas de patio, un joven, cuya fisonomía expresaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, rompiendo sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba.

Nadie, en el mundo parisino, conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta nueva, pero de lustre apagado y de corte irreprochable, sentado en su butaca, hubiera parecido casi singular, sin la instintiva y misteriosa elegancia que emanaba de su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado en torno suyo espacio, cielo y soledad. Era extraordinario: pero París ¿no es la ciudad de lo Extraordinario?

¿Quién era y de dónde venía?

Era un adolescente salvaje, un huérfano señorial —uno de los últimos de este siglo—, un melancólico noble del Norte, escapado de la noche de una casa solariega de Cornualles, desde hacía tres días.


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La Esperanza

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que —aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres— diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, “duro como su piel”, había rehusado la abjuración.

Orgulloso de una filiación milenaria —porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre—, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:


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La Impaciencia de la Multitud

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Victor Hugo

Hombre, ve a decir a Lacedemonia que aquí
hemos muerto por obedecer sus santas leyes.
—Simonides

La gran puerta de Esparta, con su batiente pegado a la muralla como un escudo de bronce apoyado en el pecho de un guerrero, se abría ante el Taygeto. La polvorienta pendiente del monte enrojecía con fríos fuegos un atardecer de los primeros días del invierno, y la árida ladera enviaba a las murallas de la ciudad de Heracles la imagen de un sacrificio ofrecido en una profunda noche cruel.

Por encima del cívico portal, el muro se erguía pesadamente. En la nivelada cumbre había una multitud, roja por el atardecer. Las luces de hierro de las armaduras, las jabalinas, los carros, las puntas de las lanzas brillaban con la sangre del astro. Únicamente los ojos de esa multitud estaban sombríos: contemplaban fijamente, con miradas agudas como jabalinas, la cima del monte, de donde se esperaba alguna gran noticia.

La víspera, los Trescientos habían marchado con el rey. Coronados con flores, partieron al festín de la Patria. Quienes tenían que cenar en los infiernos habían peinado sus cabelleras por última vez en el templo de Licurgo. Después, los jóvenes, tras coger los escudos y golpearlos con sus espadas, entre los aplausos de las mujeres, habían desaparecido en la aurora mientras cantaban versos de Tirteo… Ahora, sin duda, las altas hierbas del Desfiladero rozaban sus desnudas piernas, como si la tierra que iban a defender quisiera todavía acariciar a sus hijos antes de recogerlos en su verdadero seno.


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La Incomprendida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Jules Destrée

No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor.
—El Corán

Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años —y sólo con unos siete mil francos de renta—, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía —armadura oculta, pero a toda prueba— de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas.


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La Lección de Canto

Katherine Mansfield


Cuento


Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.

—Buenos días —exclamó con su pronunciación afectada y dulzona—. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.

Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

—Hace un frío que pela —respondió la señorita Meadows, taciturna.

La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.

—Pues tú parece que estás helada —dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)

—No, no tanto —respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino…


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La Ley del Talión

Marqués de Sade


Cuento


Un honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada de las tinieblas apenas hace diez o doce años por un gran escritor de este siglo; un burgués bueno y honrado, repito, vivía en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues ese era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión. En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón de unos veintiocho años a quien por encima de todo le gustaba su prima y no tanto, ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el fuego del himeneo. La señora de Esclaponville —hay que hacer su descripción, pues, ¿qué ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones no ven en ella seis cambios de decorado, por lo menos—; la señora de Esclaponville, repito, era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos, algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida.


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La Llave

Jules Renard


Cuento


La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:

—¿Tienes tú la llave del armario?

—Sí.

Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles!

El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.

La vieja le pregunta como de costumbre:

—¿Tienes tú la llave del armario?

El viejo no responde.

—¿Estás sordo?

El viejo hace gesto de que no está sordo.

—¿Se te ha perdido la lengua? —dice la vieja.

Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.

—¿Dónde está la llave? —dice la vieja—; ahora me toca guardarla a mí.

El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar.

La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza —con riesgo de que la muerda— la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.


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