Seis muchachos de camiseta azul, sórdidos, astrosos, quedaron
sentados en el peñascal; sus piernas desnudas cuelgan sobre el mar que
con frecuencia se ahueca y les baña los pies. Cada cual posee su caña y
su montón de gusanillos roqueros, el manjar que los peces reputan más
sabroso.
La pesca les ocupa trece horas, y unánimes levantan gritería de
vencedores cada vez que uno arranca al mar algún serrano boquiabierto
que esparrama en el aire el varillaje reluciente de sus membranas
espinosas.
El crepúsculo vesperal amortigua lentamente el esplendor de sus
humaredas violáceas. Unas estrellas empiezan a centellear en el aire
azul. Una bandada de cuervos atraviesa el espacio y va a perderse en la
montaña, entre las paredes tenebrosas y destartaladas de un viejo
castillo.
Más de un muchacho, cansado de vigilar incesantemente los avíos de
pescar que balancean al ritmo de las olas, se ha adormilado. Caen las
cabezas sobre el pecho. Los dedos se aflojan y a duras penas sostienen
las cañas, que abaten sus copetes al nivel del agua.
—Ya no pican —dice uno malhumorado.
—¡Concho, y está eso obscuro! —exclama otro, surcando el cielo con los ojos.
—¿Me van a creer? Lo mejor será echar un sueñecito hasta que la luna se levante.
Todo el mundo está conforme. Se ponen en hilera, muy prietos, pasan
los brazos sobre las espaldas y los cogotes de los compañeros, y se
adormecen tranquilamente al raso, repantigados en una roca.
La noche se obscurece más y más. La luna amarillea en su oriente; una
faja de bruma cenicienta divide su esfera. El mar canta a los chicos
una canción de cuna, atenuando su bronca voz.
De pronto, suena algo así como un galope sordo y espeso… tras, tras,
tras… y van apareciendo las Damiselas del Mar, montando unos bermejos
langostines, otras montando enormes cangrejos viejísimos, revestidos de
musgo marino.
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