Fué aquel jueves,
para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.
No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del
pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles
descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios,
en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de
asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don
Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el
Bollo.
Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya
atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas
contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la
iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud,
parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como
simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina
aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran
arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no
ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con
irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las
flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban
las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá
Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el
mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres
hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una
semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá
Pascuala.
Leer / Descargar texto 'Noche de Bodas'