El Dinero
Émile Zola
Novela
I
Acababan de dar las once en el reloj de la Bolsa, cuando Saccard penetró en la sala blanca y dorada de casa Champeaux, cuyas altas ventanas daban a la plaza. Con rápida mirada, recorrió las hileras de mesillas, donde los hambrientos comensales se apretujaban, pareciendo sorprenderse al no advertir el rostro que andaba buscando.
Cuando, en el alboroto del servicio, pasó junto a él un mozo cargado de platos, le interrogó:
—Oiga, ¿no ha venido el señor Huret?
—No, señor; todavía no.
Decidió entonces Saccard sentarse a una mesa que abandonaba un cliente, en el hueco de una de las ventanas. Creía haberse retrasado, y, mientras cambiaban el mantel, llevó sus miradas al exterior, examinando los viandantes de la acera. Aun después de haberle preparado la mesa, no se apresuró a encargar su comida, quedando unos momentos con la vista sobre la plaza, toda alegre en esta clara jornada de principios de mayo. A aquella hora, en que todos almorzaban, permanecía casi desierta. Bajo el suave verde de los castaños, los bancos estaban desocupados. A lo largo de la reja, en el estacionamiento de coches, la fila de éstos se prolongaba de punta a punta, y el ómnibus de la Bastilla se detenía en su parada, en la esquina del jardín, sin dejar ni tomar viajeros. El monumento, con su columnata, sus dos estatuas y su vasto césped, quedaban bañados por el sol, que caía a plomo, mientras a su alrededor se alineaba en buen orden un ejército de sillas.
Saccard, que se había vuelto, reconoció entonces a Mazaud, el agente de cambio, sentado a la mesa vecina, y le tendió la mano.
—¡Pero si es usted! ¡Buenos días!
—Buenos días —respondió Mazaud, estrechando su mano distraídamente.
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Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.