Textos por orden alfabético publicados el 23 de octubre de 2016 | pág. 3

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fecha: 23-10-2016


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Simplicio

Émile Zola


Cuento


I

Había en otros tiempos —no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor—, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.

Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra.

A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sobre el Arte de Escribir

Franz Kafka


Carta


Kafka a Oskar Pollak

Praga, principios de 1903

De entre ese par de millares de líneas que te entrego, quizás haya unas diez que todavía podría tolerar; los toques de trompeta en la última carta no eran necesarios, en lugar de la esperada revelación te envío garabatos infantiles... La mayor parte me resulta repelente, lo digo abiertamente (por ejemplo La mañana y otras cosas); me resulta imposible leer esto por entero y me contento si aguantas alguna lectura aislada. Pero debes recordar que yo comencé en una época en la que se "creaban obras" cuando se utilizaba un lenguaje ampuloso; no existe peor época para el comienzo. ¡Y yo que estaba tan emperrado por las palabras grandilocuentes! Entre los papeles hay una hoja en la cual están apuntados unos nombres especialmente solemnes, escogidos del calendario. Necesitaba dos nombres para una novela, y por fin elegí los subrayados: Johannes y Beate (Renate ya me lo habían birlado, por su gorda aureola de prestigio). Resulta casi divertido. (B.K. 57 s.)

Kafka a Oskar Pollak

Praga, principios de 1903

En estos cuadernos hay, sin embargo, algo que falta por completo: aplicación, constancia y como se digan todas estas cosas.... Lo que a mí me falta es disciplina. El leer a medias estos cuadernos es lo menos que hoy espero de ti. Tienes un hermoso cuarto. Las lucecitas de los comercios brillan semiocultas y activas desde abajo. Quiero que cada sábado, comenzando desde el segundo, me permitas que te lea mis obras durante media hora. Quiero ser aplicado durante tres meses. Hoy sé ante todo una cosa: el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte. Claro que no creo que uno pueda obligarse a parir, pero sí a educar a los hijos. (B.K. 58)


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Sombrío Relato, Narrador Aún Más Sombrío

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Coquelin, el joven

Ut declaratio fiat

Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un colega. Era en B…, el restaurante de moda entre la gente de la pluma.

Al principio, la cena fue naturalmente triste.

Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura, haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos acerca de la esgrima y la pistola. El más ingenuo, un poco achispado, parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba, por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo.

Bruscamente, uno de los convidados, el señor D… (hombre experto en los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes, mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó:

—¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día?

—¡Cierto! —respondieron los invitados—. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever?

—¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó?

—Encantado —respondió D…—, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello.

Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D… comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]:


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Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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Sor Natalia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Antiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso, se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por los otros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entonces el aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una campana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se cerraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un lateral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árboles aromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento.

Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encontraba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos eran de una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situada en un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada que iluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensando gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla.

Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notas frescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurria cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y de juventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodillada que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de la Señora, murmuraba con voz desolada:


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Sylvabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Victor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…
—Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo —todas las ventanas estaban apagadas— debía dormir.


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Un Diagnóstico de Muerte

Ambrose Bierce


Cuento


―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.

―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.

―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.

―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.

―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.

Y contó la historia:


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Dominio público
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Un Drama en los Aires

Julio Verne


Cuento


En el mes de septiembre de 185…, llegué a Francfort. Mi paso por las principales ciudades de Alemania se había distinguido esplendorosamente por varias ascensiones aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.

Sin embargo, apenas se hubo difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos desde la plaza de la Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen —tres mil metros cúbicos—le permitía elevarse a las mayores alturas.

El día señalado para la ascensión era el de la gran feria de septiembre, que tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo.


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Un Drama en México

Julio Verne


Cuento


I. Desde la isla de Guaján a Acapulco

El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel español de alto bordo, y la Constancia, brick de ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas, agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas que solo cabía atribuirlas a la malevolencia, habían retrasado al brick en su travesía. El Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a permanecer con él. Una noche la brújula se rompió sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del timón se rompieron por dos veces durante una maniobra importante.

La isla de Guaján, como todas las Marianas, depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar prontamente sus averías.

Durante esta forzada estancia en tierra, el señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se comprometieron a redoblar la vigilancia y severidad.

El señor Orteva tenía que vigilar más especialmente a dos de sus hombres, el teniente Martínez y el gaviero José.


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Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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