—¡Al diablo!,—dijo don Pablo Ramírez.
Me dejó Vd. turulato. Hace cosas de meses que no bebe alcohol, y ahora decide casarse, Es Vd. sorprenden te, querido amigo.
Adolfo Barrés, un poco avergonzado, respondió en voz baja.
—Advierta don Pablo, que estarnos en distintas circunstancias. A
pesar de su edad, se mantiene joven y puede gozar a lo loco de esa
libertad deliciosa. En cambio, yo, debo formalizar mi existencia cuanto
antes. No ignorará Vd. que mis treinta y dos años, ya sólo me dan
achaques y constipados. —Hizo una pausa y con ha voz abovedada agregó
sentenciosamente: —Además, a Vd. le consta que no soy capaz de cometer
una tonteria sino a causa de una razón muy poderosa.
Ramírez, lisonjeado, satisfecho por aquel reconocimiento hacia su constitución física, le sonrió paternalmente y llamó al mozo.
Estaban en la Giralda en redor de una de las mesas colocadas en la vereda por el lado de la Avenida.
Era sábado y acababa de ser las ocho de la noche. La multitud que
llenaba las aceras iba invadiendo la plaza, desde donde, se dividía para
atollar los teatros, los cafés y los arrabales.
El Giralda estaba inaccesible. Hasta en los rincones, la gente
gesticulaba y bebía, ávida de noticias, de comentarios, de chismes. Las
palabras se mezclaban, formando un vaivén sonoro, monótono y persistente
que recorría el ámbito del salón.
—¡Cognac, dijo la voz de Ramírez al dependiente que se acercaba.
Luego, con la mirada fija en los grupos de traseuntes, exclamó con
entusiasmo:
—¡Mire Vd. que mujer, Barrés, mire Vd!
Y Barrés buscó.
Una mujer elegante, marchaba sola, con lentitud. Al pasar junto a
ellos, Ramírez pronunció un beso lleno de sadismo. Ella ni se dignó
sonreir ni se dignó fastidiarse. Pasó serenamente, derecho el talle,
alto el busto y se alejó de igual modo.
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