El águila, el carancho, el chimango y el gavilán, son los filibusteros del aire.
No producen nada y sus carnes son duras y nauseabundas.
Pero son valientes, y en la lucha por la existencia se exponen, como todos los bandoleros, a múltiples riesgos.
Y, además, trabajan; porque combatir y matar implican un considerable desgaste de fuerzas.
Su laboriosidad poco apreciable sin duda, es dañina y egoísta, por
igual en las rapaces citadas y en las hormigas y otras muchas
sabandijas, entre las cuales cabe incluir a los profesionales de la
política.
En unos prima la fuerza.
En otros la astucia.
El ingenio en los demás.
Fuerza, astucia, ingenio, constituyen valores positivos, condenables sí, pero despreciables no.
En cambio, el cuervo, el urubú indígena, ese gran pajarraco
desgarbado y sombrío, rehuye el peligro de la lucha y la fatiga del
trabajo.
Indolente, despreciativo, con su birrete y su negra toga, tiene la
actitud desdeñosa de un dómine pedante o de un distribuidor de la
injusticia codificada por los pillos, para dar caza a los incautos e
inocentes.
El cuervo posee un olfato privilegiado y unas rémiges potentes.
Los temporales y las epizootias carnean para él. Desde enormes
distancias siente la hediondez de las osamentas y surcando veloz el
espacio, es el primero en llegar al sitio del festín.
Concurren otros holgazanes tragaldabas, pero él los mira con
indiferencia despectiva. Ninguno ha de aventajarle en tragar mucho y a
prisa.
Al sentirse ahito, da unas zancadas y antes de remontar el vuelo se
despide de los menesterosos que quedan picoteando el resto de la
carroña, diciéndoles sarcásticamente con su voz gangosa:
—Hasta la vuelta.
¡La vuelta del cuervo!...
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