Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición, don
Torcuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atuzó la
luenga barba blanca, carraspeó y dijo:
—Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos... Disponga
de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu’emprestao. Me lo dió
la Patria, a la Patria se lo degüelvo.
Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi quemándose las patas con las brasas del fogón.
Tomó la palabra don Cipriano.
Y se expresó así:
—Yo tengo campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos llenos de
onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta ’e la Patria.
Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el pucho.
Don Pelegrino se manifestó de esta manera:
—Nosotros, con mis hijos y mis yernos, semo veintiuno. Formamo un
escuadrónenlo. Plata no tenemo, pero cuero pa darlo a la Patria sí....
Y hablaron otros varones, todos de cabellos encenizados, residuo
glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz,
músculos hechos de ñandubay.
Y más o menos, todos dijeron en poco variada forma:
—La Patria es la Madre; a la Patria como a la
Madre, nada puede negársele.
Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tornóse
obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la
sombra.
Transcurrieron minutos.
Y entonces don Torcuato, dirigiéndose a Telmo su viejo capataz, lo interpeló así:
—Tuitos se han prenunciao, menos vos. ¿Qué decís vos?
El anciano aludido encorvó el torso, juntó los tizones del hogar, sopló recio, lengüetó una llama, hubo luz.
Y respondió pausadamente:
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