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fecha: 26-10-2020


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El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Tío Interés

Antonio de Trueba


Cuento


I

Hace ya muchos años, caminaba yo en una galera de Medina del Campo a Valladolid, y entre los viajeros que me acompañaban, iba una mujer que se quejaba amargamente de que no se le había hecho justicia en un pleito que estaba a punto de resolverse en segunda instancia en la Audiencia de Valladolid, donde temía que tampoco se le hiciera justicia.

Con tal motivo o tal pretesto, se dijeron allí perrerías de los tribunales, y el que más benévolamente los juzgó fue un señor cura de aldea que se limitó a decir que los jueces tienen ojos y no ven.

Yo quise tomar la defensa de la justicia, porque esta señora de vidas y haciendas es muy respetable; pero fuese que el auditorio estuviese poco dispuesto a dejarse convencer, o fuese que la santidad de la causa que yo defendía no diese la suficiente elocuencia a mi palabra, de suyo poco persuasiva, es lo cierto que tuve que callarme porque creí que mis compañeros de viaje me comían vivo.

—¿No saben Vds. lo del tío Interés? preguntó un labrador gordo, alegrote, malicioso y decidor, que era de los que más parte habían tomado en la disputa, animado sin duda por las frecuentes caricias que tras un «¿Ustedes gustan?» hacía a una enorme bota que asomaba la gaita en sus alforjas.

—No señor, le contestamos todos.

Y yo, que doy a las narraciones y cuentos populares la importancia que se les da en todos los países cultos donde se las recoge, imprime y estudia como documentos preciosos para conocer la historia y el espíritu popular, uní mis ruegos a los de mis compañeros para que el labrador contase lo del tío Interés, que, en efecto, nos contó sustancialmente en estos términos:


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Suceso del Día

Felipe Trigo


Cuento


Celso Ruiz, la prudencia misma, ¿cómo ha podido provocar al caballero Alberti, duelista célebre, tirador maravilloso que parte las balas en el filo de un cuchillo?

Acabo de encontrar a mi amigo en su despacho, tumbado en el diván, el cigarro en los labios.

—¿Te bates?—le he preguntado.

—Me suicido.

—Verdad. Tanto vale ponerse con una pistola frente a ese hombre.

—Es igual. Necesito demostrar que no soy un cobarde.

—¿A quién?

—A todos; a mí mismo, porque hasta yo empezaba a dudarlo.

—¡Estás loco!

Se incorporó Celso, me hizo sentar, y dijo:

—Escúchame. Toda una confesión. La vida exprés de la corte no tiene la sólida franqueza de nuestra provincia, donde el tiempo sobra para depurar la amistad. Aquí, las gentes somos a perpetuidad conocidos de ayer; amigos, nadie; de modo que tenemos el derecho de recelar unos de otros, de engañarnos mutuamente y de juzgar a cada cual por el traje con respecto a su posición, por su ingeniosidad con respecto a su talento, y por su procacidad con respecto a su hidalguía. La mesa del café, de concurrencia volante, nos atrae por su esprit y nos repugna por su cinismo. La dejamos con disgusto, quedando siempre un jirón de amor propio entre las tazas, y volvemos, sin embargo, al otro día, como a una tertulia de prostitutas, a fumar y estar tendidos. Tiene razón el que habla más fuerte, y el argumento supremo es una botella estrellada en la testa del contrario.

—Ecce homo. ¿Y algo así es tu lance con ese duelista, medio juglar y medio caballero?


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El Silbato de Plata

Carlos Gagini


Cuento


«Abordo del Red Star se necesita un marinero experto, robusto, avezado a los peligros y que sepa hablar inglés. Contrata por dos años; salario, sesenta dólares al mes. En caso de muerte su familia recibirá indemnización de mil dólares».

Este aviso, escrito en inglés y en castellano y pegado en uno de los postes del muelle de Puntarenas, atrajo la atención de los desocupados que desde el amanecer había acudido a la playa para admirar el esbelto yate pintado de blanco con un estrella roja en cada banda, cuyo casco mecía indolentemente como un cisne en las verdosas aguas de la bahía.

El Red Star era propiedad del renombrado naturalista y archimillonario inglés Mr.Evans, quien después de recorrer las regiones menos conocidas de Brasil, se preparaba a explorar las no menos misteriosas del Asia Central, dejando depositadas en Puntarenas algunas de sus valiosas colecciones.

Cuando los curiosos comenzaron a desbandarse, uno de ellos se alejó cabizbajo, repitiendo entre dientes: «Me conviene, no hay duda». Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, fornido, moreno, de fisonomía inteligente y enérgica. Feliciano, o Chano, como le llamaba todo el mundo, había servido seis años en los vapores ingleses de la India; pero cuando se casó echó el ancla en su pueblo natal y se dedicó al aleatorio negocio de la pesca. Nadie más valiente, honrado y feliz que él: en su humilde vivienda moraban la dicha y la paz: su esposa, modelo de virtudes; su hija María, guapa, hacendosa y honesta.


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El Secreto de Lelia

Carlos Gagini


Cuento


Un mes después de publicada en una revista la verídica relación que con el título de Espiritismo aparece en este volumen, recibí de Guatemala una carta, escrita con caracteres menudos y aristocráticos, cuyo contenido causará en el lector la misma sorpresa que a mí me produjo. La copio textualmente:


«Muy señor mío: Como esas flores marchitas que escondidas entre las hojas de un libro evocan en nuestro ánimo toda una historia de amor, así el artículo que usted dedicó a mi pobre Raúl ha hecho revivir en mi memoria un pasado melancólico que en vano he tratado de cubrir con la losa del olvido. A usted que fue su mejor, acaso su único amigo, puedo confiarle mi secreto sin temor de que lo juzgue pueril o ridículo. Soy árabe, me llamo Lelia y nací en Esmirna. Mi padre, después de poseer grandes riquezas que le permitieron darme en París esmerada educación, perdió de golpe toda su fortuna y murió casi al mismo tiempo que mi madre, dejándome al cuidado de un amigo íntimo suyo, hombre de edad madura, acaudalado, instruido y bondadoso.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rico y el Pobre

Antonio de Trueba


Cuento


I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrado de Edward Randolph

Nathaniel Hawthorne


Cuento


El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad. Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos originales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Profesor León

Armando Palacio Valdés


Cuento


La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó la conversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido los que en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de los talentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos, sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según el numen del narrador.

Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador y muy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pintura de un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece la pena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo, voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras con que él nos lo describió.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Príncipe Ruy

Ángel de Estrada


Cuento


El caballero Ruy, príncipe taciturno del castillo, iba por el bosque. De los cielos bajaba la alegre luz, como una bendición sobre los árboles. Y el caballero Ruy, feliz en aquel momento, sentía el paisaje, con esa intensidad que le hermosea, por el color que el espíritu derrama. Y á poco las resinas de las cortezas, las penumbras misteriosas, los juegos de sol con sus lápices de rayos, el rumor de una fuente: todos los roces, todos los cambiantes, despertaron en él una idea que le volvió á su natural melancolía.

De pronto, en un claro de robles, habló un pájaro prodigioso, de pico cortante, plumas de púrpura y ojos extraños.

— No sigas, hermano Ruy; la senda es terrible porque el día es bello.

Así dijo el pájaro.

El caballero sintió temores, después, blandiendo su puñal, sonrió con tristeza. La hoja demasquina cruzó relampagueante y, en su violenta curva, clavó al pájaro, que perdió la voz de su pico cortante y la luz de sus ojos extraños.

—Bien; quedarás embalsamado—exclamó el caballero. Sobre los artesones del encendido hogar, serás en las veladas de invierno un mensaje de la estación de las flores.

—¿De las flores?

Esto murmuró una voz, como un eco de sus palabras.

—¿De las flores?

El príncipe se volvió. Entre una mata de rosales, una flor movía sus pétalos como labios amoratados por agonía congojosa.

El príncipe no tuvo ya miedo, y dijo con fuerte acento:—Día raro, salud!

—Soy la flor de las flores—prosiguió la charlatana—tú contaste nuestros secretos y te amamos; escucha mi voz y no sigas.

Sin responder, el príncipe la cortó de su tallo, y como si estallara un filtro, se difundió una esencia; y él aspirando con delicia el perfume, metió en el morral la flor, y murmuró ¡adelante!

—Atrás!—respondieron las aguas de una fuente que obstruía la senda:—¡atrás!


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El Primer Pecado

Antonio de Trueba


Cuento


I

¿Quién no recuerda haber oído a su madre la historia de un gran criminal que empezó su triste carrera robando un alfiler y la terminó muriendo ajusticiado en un patíbulo? Historia muy parecida a la de este desdichado es la del pueblecito de San Bernabé, sobre cuyas solitarias ruinas, cubiertas de zarzas y yezgos y coronadas con una cruz, como la sepultura de los muertos, me la contaron una melancólica tarde a la sombra septentrional de la cordillera pirenaico-cantábrica.

II

En una de aquellas colinas, pertenecientes al noble valle de Mona, hoy perteneciente a la provincia de Burgos, aunque la naturaleza y la historia le hicieron hermoso y honrado pedacito de Vizcaya; en una de aquellas colinas que se alzan entre Arceniega y el Cadagua, dominadas por la gran peña a cuyo lado meridional corre ya caudalosísimo el Ebro, existía desde el siglo VIII un santuario dedicado al apóstol San Bernabé.

Este santuario era uno de los muchos que hay desde el Ebro al Océano, separados por un espacio de diez leguas, debidos a la piedad de aquella muchedumbre de monjes y seglares que se refugiaron en aquellas comarcas cuando los mahometanos invadieron las llanuras de Castilla y se detuvieron en la orilla meridional del gran río sin atreverse a pasar a la opuesta, en cuyas fortalezas naturales los esperaban amenazadores y altivos los valerosos cántabros, reforzados con los fugitivos de Castilla.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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