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fecha: 26-10-2020


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Antonia. Idilios y elegías

Ignacio Manuel Altamirano


Novela corta


A Gustavo G. Gostkowski

Mi querido amigo:

El pobre muchacho con cuyo carácter diabólico tanto hemos luchado usted y yo, ha partido por fin hoy, resuelto a seguir nuestros consejos. ¡Quiera el cielo que ellos le curen y le libren de ir a un hospital de locos, o de arrojarse al mar, lo que sería para nosotros doblemente sensible!

Al despedirse, me encargó enviase a usted, pues se lo dedicaba, el consabido cuaderno en que ha escrito sus impresiones en forma de novelitas, a las que ha puesto un título digno de su extravagante numen: Memorias de un Imbécil. El bardo de esta aldea se permitió hacerlo preceder de otro un poco poético que escribió con letras grandes en la primera hoja. Si se decide Ud. a publicar eso en El Domingo, no vendrá tan mal, porque al menos los lectores tendrán una historia pequeña pero completa en cada número.

Además nuestro amigo dejó a usted su retrato: ¿para qué diablos lo quiere usted? He preferido regalarlo a mi vecina, que al leer el título del cuaderno que le enseñé derramó un lagrimón enorme, diciendo: ¡No era tan bestia!

Si los lectores repiten un elogio semejante, el miserable autor debe arrojarse al mar, ahora que van a presentársele las más bellas oportunidades.

Sabe usted que le quiere su afectísimo: P. M.

Mixcoac, Mayo 23 de 1872.

I

Even as one heat another heat expels,

Or as one nail by strenght drives out another,
So the remembrance of my former love
Is by a newer object quite forgotten.

Shakespeare — The two gentlemen of Verona.


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Dominio público
57 págs. / 1 hora, 41 minutos / 231 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A París

Carlos Gagini


Cuento


Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
 

Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.

—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.

¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas?

—No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.

Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Vida de Canónigo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Las ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sinfín de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.

No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar «vino de canónigo»; si se trataba de un chocolate exquisito, «chocolate de canónigo»; si de un colchón blando y relleno, «colchón de canónigo»; etc.

Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!

Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.


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4 págs. / 8 minutos / 125 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


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3 págs. / 6 minutos / 49 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Ahí

Felipe Trigo


Cuento


¿Domingo?

Caramba, día de divertirse.

¡Cuánta gente! Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.

Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.

Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.

—¡Adiós, general!

Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que hagan lo que gusten.

Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.

Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino, con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.

Pero tal vez lo sé demasiado.

La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente. Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde dicen que sobran las diversiones.

En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los hombres, y ya los veo por la calle... y ya me ven.

¡La Cibeles!

Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.

Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente. Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita...; los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.


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2 págs. / 4 minutos / 45 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Amores de Clotilde

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros más importantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docena de amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación; pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar de traje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:

—Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?... un momentito nada más.

Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado, no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años el doctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta por los bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún beso descarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a que Clotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana, según el papel que va a representar, les grite:

—Adelante, caballeros... ¿He tardado mucho?

Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y el primero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdica costumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de su pensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para que aquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vida entre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actores antiguos y modernos!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lloviendo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Cuando salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo, envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién había de sospechar!...

En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero. Arranquémosle la careta: era un piso quinto.

Las escaleras me fatigan casi tanto como los dramas históricos: a veces prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no le llevaba, vino a buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en estas cosas, debe tomarse inmediatamente (cuidado con ello) inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda del Prestamista

Carlos Gagini


Cuento


En la mísera covacha, oscura y húmeda como una mazmorra, en medio de la balumba de prendas heterogéneas colgadas de las escarpias o amontonadas en los rincones, el viejo prestamista sentado detrás del mostrador acecha pacientemente la llegada de sus víctimas. ¡Con qué fruición clava sus pupilas de gato en su riqueza, en aquellos mil objetos prisioneros que esperan vanamente su rescate! Aquella falda negra conserva aún la postrera lágrima del esposo al expirar en el regazo de la esposa; este bordado pañolón de burato es de una pecadora que—pasada la época del esplendor—comienza a bajar la pendiente que conduce al hospital; esos libros, empeñados uno tras otro, prolongaron unos días más la agonía del sabio olvidado, quien no acertaba a desprenderse de ellos como si fuesen hijos queridos; la máquina de coser, silenciosa ahora y enmohecida, alegró con su incesante charla el cuartito de la obrera, de la huérfana que durante mucho tiempo luchó contra las tentaciones del vicio, hasta que, falta de trabajo y agotados los recursos, cayó vencida en el arroyo; la condecoración que brilla bajo un fanal fué de un inválido que hoy va de puerta en puerta pidiendo socorro a los mismos a quienes defendió con su fusil; aquellas herramientas, brillantes aún como un trofeo, proporcionaron al carpintero estropeado la medicina para el niño moribundo, pero no lo suficiente para comprarle el ataúd.

De todos esos lúgubres objetos brota un coro de llantos que hiela el alma, pero que en el empedernido corazón del usurero resuena como una alegre música de monedas.

* * *

Durante largos años la covacha, con las fauces abiertas como un dragón, devoró hasta los últimos harapos de la miseria y se hartó de dolores.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Palomo

Antonio de Trueba


Novela corta


I

Ha transcurrido un año desde que se escribieron los cuentos que anteceden.

Su autor, que vagaba en Madrid hacía veinte como pájaro sin nido, suspirando por un hogar que pudiera llamar suyo, tiene ya hogar y familia, gracias a ti, Dios mío, que le has dado una dulce compañera con quien compartir sus alegrías y sus tristezas en esta larga jornada de la vida, que sigue con el cansancio en el cuerpo y la resignación en el alma.

¡Señor! Al entrar en el seno de la familia, mis primeras palabras deben ser para bendecirla, y he aquí que una bendición a la familia es el cuento que empiezo a contar a aquella de quien, sentado bajo los nogales que sombrean la casa de mis padres, espero decir un día al pasajero, como el hijo de Teresa: « ¡He ahí la santa madre de mis hijos!»

II

Entre los recuerdos que traje, amor mío, de mi valle natal, y que por espacio de veinte años de trabajos y penas he conservado ungidos con el perfume de la inocencia con que salieron de aquellas queridas montañas, había muchos cuya custodia he confiado ya al Libro de los cantares y a los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero son tantos los que guardo aún en mi corazón, que con decir a éste: «Corazón mío, devuélveme el tesoro que te confié cuando por última vez volví, desconsolado, los ojos al hogar de mis padres», tengo todo cuanto necesito para cautivar tu atención y conmover tu alma enamorada y buena.


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53 págs. / 1 hora, 33 minutos / 73 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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