Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.
Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el
aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado;
esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los
pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa,
la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que
parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de
luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje:
una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol
que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la
rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.
¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca
amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y
entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos,
árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.
A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan,
se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas
del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.
Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un
carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una
mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los
hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita
brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando
los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo
gobernado por una rapaza.
El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era
entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite
de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados
de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.
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