Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada
tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra
agrietada por el tempero.
En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y
algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas
comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales
rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los
apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.
Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación
de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban
derritiéndose.
Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que
sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se
calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el
bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos.
Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza
velludita, aterciopelada.
Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.
Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.
Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.
Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una
espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra
alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de
mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...
¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que
voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al
hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes
de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...
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