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fecha: 27-01-2021


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Opresión del Entendimiento en España

José María Blanco White


Ensayo


[…] El que quisiese saber los nombres de los escritores y hombres de méritor que han, no diré florecido, porque bajo tal sistema es imposible, sino despuntado en España, búsquelos en los libros de la Inquisición o, lo que es lo mismo, en la lista que de ellos hit sacado Llorente. Allí hallará a Azara, Ricardos, Bails, Cañuelo, Clavijo-Fajardo, Iriarte, Samaniego, Vicente, Salas, Tabira, Calzada, Jovellanos, Urquijo; en una palabra: a cuantos se han atrevido a saber más o con mejor gusto que los inquisidores. Y no se crea que esto ha sucedido sólo desde que se introdujo el gusto a la filosofía francesa. La misma lista presenta los nombres de cuantos teólogos se apartaron de la senda escolástica en los reinados de Carlos V y su hijo Felipe.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Almendros y el Acanto

Gabriel Miró


Cuento


Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Tía Pobre

Gabriel Miró


Cuento


Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara, para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los pisos.

Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.

Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal de los casales.

En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca, dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del aposentillo.

Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.

En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados, todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de capuchinas.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Nena de la Tos Ferina

Gabriel Miró


Cuento


De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Fruta y la Dicha

Gabriel Miró


Cuento


La frescura y delicia de las cerezas y de los albaricoques, que van llegando a la plenitud del sabor de sus sucos, de los colores y gracia de su forma y de la fragancia de su piel, traen siempre a Sigüenza el recuerdo de las josas y de los huertos, cuando están los frutales desnudos de fronda y prendidos delicadamente de flor nupcial. Y esas cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frío en su encendimiento de sangre y de brasa, y esos albaricoques que huelen y saben a jardín romántico y a carne de mujer de una castidad tan melancólica y selecta que santificaría el mismo pecado, estas frutas presentan también a Sigüenza la emoción del verano, le colocan bajo un pórtico estival: desde él se ve la vida campesina, dorada, gloriosa —sin dejar de sentirse la primavera—, una vida grande, llameante y breve. Y recuerda también una mañana que comió una guinda o un albaricoque tan exquisito que quiso perpetuarlo y plantó el hueso en... ¿dónde plantaría ese hueso, Señor?

...Pues en esos «días frutales» se ha oído a sí mismo pronunciar: «seamos dichosos». Y al decirlo comenzaba a serlo; su vida se abría gozosamente para recibir los finos oreos y las largas contemplaciones de la dicha prometida. Porque en aquellas palabras había un principio de voluntad y de conciencia de la dicha, sin las cuales el hombre a quien las gentes envidian por venturoso se aburre, y el aburrimiento no es ni desgracia; es una tristeza obscura, confinada de humo que viene de las hogueras de los otros. ¿Habéis visto un niño que se aburre? Parece que se anticipe a una pobre mayor edad; un niño que se aburre es un remordimiento para los grandes. En la mirada de un niño aburrido ve Sigüenza las angustias de los hombres. Y un hombre que se aburre ha regresado a una infancia sin ternuras, sin tránsitos de ilusión, de exaltación.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.

Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...

Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Aldea en la Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.


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En el Mar - Vinaroz

Gabriel Miró


Cuento


Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.


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El Señor de los Ataques

Gabriel Miró


Cuento


Don Claudio era alto y de entonada presencia. Vestía atildadamente; se teñía la barba y el cabello sin ningún designio falaz, porque sabía que todos lo sabían; calzaba zapatos que relumbraban como cristales; se sacaba los puños para mirarse los orientes de sus perlas en el inmaculado blancor; se miraba, también muy complacido, la punta doblada de su pañuelo de seda, caída dulcemente sobre el pecho, insignia ésta de singular y primorosa elegancia de don Claudio, porque muchos pretendieron traer así el pañizuelo, y después de afanosos dobleces habían de sepultar avergonzados todas las marchitas puntas en lo más hondo del alto bolsillo. No podían imitarle.

Don Claudio sonreía al hablar, al destocarse delante de las damas, y enseñaba unos dientes apretadísimos, limpios y menudos, de doncellita. Frecuentaba los estrados femeninos, y, aunque ruinoso, todavía le tuviera por la flor de la cortesía el mismo conde Baltasar de Casteglione.

Sin embargo, las madres de hijas doncellonas murmuraron con aspereza del caballero: «Este hombre, ¿qué pensamientos tiene?».

Pero cuando se les acercaba el gentil don Claudio, tan pulcro, tan exquisito y fragante de discretas esencias y de olor de ricos roperos, y les ofrecía una de sus galanas finezas, entonces aquellas señoras tornábanse blandas y ruborosas y parecían jovencitas, envueltas en la emoción melancólica del pasado.

...Y una noche, en la soledad de su casa, padeció don Claudio un ataque hemipléjico.

—¡Ese hombre en manos de criados! —dijeron adolecidas las señoras.

Y las hijas mustias de doncellez, bajaban la mirada, se mordían el labio un poquitín desdeñosas, ladeaban la cabeza, dábanse con el abanico unos golpecitos en el liso regazo. ¡Acaso no se buscó él mismo la desgracia de su abandono!


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El Señor de Escalona

Gabriel Miró


Cuento


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

—¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».

Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.

Entonces ellos le respondieron:

—Estudios tuviste y ya eres licenciado.

¡Señor, él que ya no recordaba su título y suficiencia! Para estrados no aprovechaba por la pereza de su palabra; tampoco para Registros ni Notarías por su falta de memoria y voluntad.

En aquella época, un ministro de Gracia y Justicia, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, hizo una convocatoria para la Judicatura.

Y todos le dijeron:

—Anda; ¿por qué no te haces juez? Un juez es dueño del lugar; parece sagrado; todos le acatan, y además comienza por dieciséis mil reales lo menos.

Y Sigüenza alzó los hombros y murmuró:

—Bueno; ¡pues seré juez!


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