Me brinca y aletea el corazón por deciros que tuve una tía viejecita, cenceña, solitaria y rica.
¡Por Dios; que no halléis desabrido el cuento! Mirad que es de mucha
mitigación para mi ánima, y de grande justicia para mi señora tía que yo
haga andariega su memoria.
¡Oh, la pobrecita que siempre se estuvo quieta y recatada junto a las
vidrieras de su aposento, tejiendo calzas, cuyos puntos contaba por
jaculatorias, y alzando, de rato en rato, los cansados ojos hacia los
muros húmedos y morenos de la parroquia de San Mauro! ¡Sí, sí, que sea
su figura muy peregrina, y sabida de las gentes!
Mi tía nada más viajó una vez, y ésta, llevándome a su lado.
Aunque tenía hacienda copiosa, era mujer humilde; quieren decir algunos que por avaricia. No osare yo negarlo.
Vestía siempre ropas negras, lisas y rancias, y hasta para el viaje
se tocó con mantellina de devota. Íbamos a un pueblecito cercano, donde
también poseía heredades.
Compramos billete de segunda, el de los hidalgos pobres y labradores
ricos. Ella sentose entre dos monjas y un señor rollizo y afeitado que
luego se durmió bienaventuradamente. Yo, que iba en el cojín frontero,
noté que mi tía llevaba en su regazo dos cestitos de mimbres; el más
hondo, cubierto con un lenzuelo muy limpio que palpitaba todo, y de
dentro salía un piar dulcísimo.
La señora inclinaba amorosamente los ojos. ¡Nunca la viera yo tan enternecida!
Platicando con las monjas, descuidose del lienzo, y las orillas de la
rubia canasta se poblaron de cabezas de pollitos de atusado plumón que
quisieron salir y solazarse por el coche.
Alborotose mi tía, y los redujo con mi auxilio. El viajero gordo nos miró y murmuró hosco y desdeñoso.
Llegaron las Hermanas al lugar de su residencia; después, el macizo caballero.
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