Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.
Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba
blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de
tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol
infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los
remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.
Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las
viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz
desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la
marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.
Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan
de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado
suelo alicantino.
Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a
Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida,
como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.
De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro,
ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados
tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo
hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían
sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles
se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.
Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.
Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de
color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de
sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía
el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza
también, con orgullo y desconfianza.
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