Textos más populares este mes publicados el 27 de enero de 2021 | pág. 4

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fecha: 27-01-2021


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Una Jornada del Tiro de Pichón

Gabriel Miró


Cuento


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Recuerdos y Parábolas

Gabriel Miró


Cuento


En aquellos días de violencia, de odio y estruendo no veía Sigüenza la figura del hombre I aborrecido. Un humo de hoguera o de polvo lo cegaba. Pero muchos rugían:

¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es de reto execrable.

...Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba.

Sigüenza pensó: «Se han cumplido los anhelos de la multitud; ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha, sobraba un hombre, el cual ha desaparecido».

—Ha desaparecido —decían algunos—; pero ¿y si volviese?

—¿Y cómo ha de volver? —replicaban otros—. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho, y el «hecho», lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres.

...Otro hombre llegó. Sus ojos, un poquito estrábicos, nunca se saciaron de libros; los lentes dejaban en su mirada un brillo glacial; había en sus labios un gesto torcido y seco, aunque sonriese; parecía que masticase siempre una raíz amarga; su frente recogía todas las primeras claridades, porque era una frente de cumbre, y su palabra fue un milagro de oratoria, porque tenía emoción y substancia de vida y de saber. Trabajó hasta regar con su sudor la yerma viña. En todas partes resonaba su voz, su aviso; los otros no decían nada. Las gentes murmuraron: «La casa está llena, llena de amigos y discípulos que se han dormido después de cenar».

Y Sigüenza decía: No importa; nos dan la sensatez de un candoroso sueño, y no importa, porque este hombre acude a todos los menesteres.

Verdaderamente vivíamos confiados. Bastaba él. Abrió sendas, sendas de paz; algunas no las caminaba nadie.

Una mañana lo mataron.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza Habla de su Tía

Gabriel Miró


Cuento


Me brinca y aletea el corazón por deciros que tuve una tía viejecita, cenceña, solitaria y rica.

¡Por Dios; que no halléis desabrido el cuento! Mirad que es de mucha mitigación para mi ánima, y de grande justicia para mi señora tía que yo haga andariega su memoria.

¡Oh, la pobrecita que siempre se estuvo quieta y recatada junto a las vidrieras de su aposento, tejiendo calzas, cuyos puntos contaba por jaculatorias, y alzando, de rato en rato, los cansados ojos hacia los muros húmedos y morenos de la parroquia de San Mauro! ¡Sí, sí, que sea su figura muy peregrina, y sabida de las gentes!

Mi tía nada más viajó una vez, y ésta, llevándome a su lado.

Aunque tenía hacienda copiosa, era mujer humilde; quieren decir algunos que por avaricia. No osare yo negarlo.

Vestía siempre ropas negras, lisas y rancias, y hasta para el viaje se tocó con mantellina de devota. Íbamos a un pueblecito cercano, donde también poseía heredades.

Compramos billete de segunda, el de los hidalgos pobres y labradores ricos. Ella sentose entre dos monjas y un señor rollizo y afeitado que luego se durmió bienaventuradamente. Yo, que iba en el cojín frontero, noté que mi tía llevaba en su regazo dos cestitos de mimbres; el más hondo, cubierto con un lenzuelo muy limpio que palpitaba todo, y de dentro salía un piar dulcísimo.

La señora inclinaba amorosamente los ojos. ¡Nunca la viera yo tan enternecida!

Platicando con las monjas, descuidose del lienzo, y las orillas de la rubia canasta se poblaron de cabezas de pollitos de atusado plumón que quisieron salir y solazarse por el coche.

Alborotose mi tía, y los redujo con mi auxilio. El viajero gordo nos miró y murmuró hosco y desdeñoso.

Llegaron las Hermanas al lugar de su residencia; después, el macizo caballero.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Envidiado Caballero

Gabriel Miró


Cuento


Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza, los Peluqueros y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


De un librillo de un docto licenciado se deduce que el uso de cortarse el cabello los españoles tiene su origen en el trono y en la desventura. Y fue, porque habiendo enfermado del cuero de la cabeza el emperador Carlos V, hubo de rapársela para untársela bien y cabalmente. Entonces, todos los españoles se esquilaron curándose en salud.

Y el autor de ese libro exclama: «Con lo cual estaban libres de peluqueros, y el capricho no había dado en este ramo del lujo que tantos millones cuesta y que más que ningún otro ha contribuido para afeminar a los nombres». Pero, al desposarse doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV, con Luis XIII, vinieron de Francia sus gustos, sus deleites, sus costumbres y sus peluqueros. Algunos escritores de mucha sabiduría y austeridad se quejan de los daños que aquellos buenos hombres traen a la patria.

El doctor don Gutierre, marqués de Careaga, escribe una Invectiva en discursos apologéticos contra el abuso público de las guedejas. Se promulgan bandos como este del 23 de abril de 1639, que comienza de esta manera:


«Manda el Rey, nuestro Señor, que ningún hombre pueda traer copete y jaulilla ni guedejas con crespo u otro rizo en el cabello, el cual no puede pasar de la oreja...».


Síguense las penas de los peluqueros infractores de este mandamiento; comienzan por multas, pasan a cárcel, a destierro y llegan al rigor del presidio. Después se advierten las prohibiciones y castigos para los lindos de guedejas. A éstos no se les daba entrada a la real presencia de S. M., ni eran oídos de los señores del Consejo ni de Justicias, aunque tuvieran preeminencia por título o fuero.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Razón y Virtudes de los Muertos

Gabriel Miró


Cuento


Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo.

Este autosentimiento, esta visión de sí mismo, es el principio y efecto, la flor y el fruto de su vida, la luz y la sal de su vida, de la vida del ser complejo, conjunto sociable de muchas vidas o células sedentarias. Parece que somos una suma, una emulsión de treinta trillones de células. (¿Treinta trillones o sesenta trillones? Es igual.)

Sigüenza mira su carne; mira también, honestamente, la carne de los demás.

¡Cuánta célula, Señor! Y se maravilla de que en algunos cuerpos se produzca la preciosa unidad del sentimiento de los treinta trillones.

El trastorno de una de las principales entrañas altera o extingue la armonía de esa multitud federativa de menudas criaturas anatómicas. Miles de ellas perecen, pero el hombre todavía subsiste; o muere el hombre, apagose el sentimiento de sí mismo, y muchos millares de células prosiguen viviendo.

¡Pero qué nos importa ya esa vida esparcida! —exclama Sigüenza, pensando, no como pensaría un biólogo, sino sólo como unidad, como hombre1.

La muerte del conjunto, la disociación de los treinta trillones de células ha cegado, ha deshecho ese sentirse a sí mismo, que, sea un gozoso o desventurado sentimiento, es infinitamente amable y es bueno, porque es voluntad alumbrada y saber que se vive. Por eso nos horroriza el morir y tememos la locura.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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