Textos favoritos publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 4

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fecha: 27-02-2021


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El Zapato

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de ésas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja». Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquéllas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto…

Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología…

Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto…

Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.

Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre-cerdo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Cabalgador

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.

De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.

Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».

Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.


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El Puño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.


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El Rosario de Coral

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.

El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.

No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.

Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.

Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Sabio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Honrad a Indra, el todopoderoso, y después recitad este poema, en el cual hay dulzores y amargores, la esencia de la vida humana!

Sabed que en la sagrada Benarés se celebraron con esplendor las bodas de la virgen Utara y el sabio Aryuna. Queriendo honrar a los novios dispuso el rey de los Matsias grandes festejos. Empezó por reunir toda su corte, y acudieron los dignatarios, reyezuelos y rajaes, cargados de pedrerías, tan refulgentes, que la sala donde se congregaron parecía un firmamento esmaltado de estrellas. Ante aquel concurso lucidísimo se celebró según los ritos el desposorio; las caracolas, los gumuces, los atambores, resonaron estrepitosa y alegremente en torno del palacio; en la pagoda fueron inmoladas en sacrificio gacelas y vacas, y desfilaron ante el pórtico, en vistosa muestra, las tropas, carros, caballos, elefantes con sus torres, arqueros, infantes, el ejército entero del rey. El cual, así que se hubo celebrado el banquete a la puesta del sol, tomó de la mano a la desposada, y le dijo solemnemente:


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El Clavo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.


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El Testamento del Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante una mesa cubierta de papelotes, sepultado en vasto sillón de cuero inglés, un mozo, pensativo, registra el fárrago. Sus cejas negras, que dibujan sobre la frente sin arrugas un arco de azabache, se fruncen de descontento, y sus ojos sombríos se nublan más al empezar a leer un documento voluminoso, hojas y hojas de letra temblona y confusa: el testamento del año 1920.

Es lo que llaman ológrafo; es decir, escrito de puño del otorgante. Y el mozo reniega de quien tal mamotreto le condenó a descifrar. A la vez, cuanto más claro resultase su texto, siente que acaso fuese mayor su confusión y disgusto. En vez de legar al sucesor fincas, dinero, bienes de todas clases, como era de esperar de tan opulento señor, de un señor en cuyos tiempos de tal suerte había crecido como ola de espuma la riqueza, se encontraba el heredero con que le dejaban únicamente, y a montones, conflictos, miseria y luchas. Y esto de las luchas era lo que más desconcertaba al muchacho, lo que le causaba horror. Cuando, desconocido, recluso en una isla quimérica, le adoctrinaban ciertos brujos espectrales para que luego ejerciese dignamente sus funciones de Año, decíanle los tales brujos que el mundo pertenecía a la paz y que una fraternal corriente de amor unía a los pueblos. Y por el mazorral legajo que en las manos tenía, le era fácil ver al novato que la paz, más que nunca, parecía fantasma de ensueño, y la fraternidad, dogma ya desechado. El primer desengaño, el primer contacto con la realidad de la vida, era lo que envolvía en cendales de tristeza las facciones del Año mozo y crispaba sus dedos al volver con fastidio las hojas del instrumento legal.


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El Crimen del Año Viejo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Cree usted que vivirá, doctor? —preguntaron ansiosamente las doce fadas que, en cumplimiento de su misión clásica y tradicional, rodeaban la cuna del recién nacido y se disponían a colocar bajo su almohada el Talismán de la vida.

El doctor afianzó en las puntiagudas narices los redondos quevedos, que daban a su fisonomía un sello misterioso; se manoseó las barbas reflexivamente, y tardó más de dos minutos en contestar. Al cabo, dijo en grave acento:

—Tal vez vivirá… Y tal vez, si ciertos fenómenos se presentan, podrá no vivir… No veo claro en su estrella… ¡Dentro de doce meses será mucho más seguro el pronóstico!

Las fadas, a un tiempo, rompieron en risa cristalina y melodiosa. No eran ellas del número de las que comulgan con ruedas de molino: y aunque no habían inclinado jamás sus blancas frentes sobre librotes apergaminados y rancios, y no consumían aceite de lámparas, sino que lo hacían todo a la plateada luz de la luna, sabían perfectamente que los doce meses eran toda la línea vital del Niño, y al cabo de ese tiempo no sería aventurado contestar a la interrogación dirigida al célebre doctor y académico de la de Ciencias. El cual, ofendido por el buen humor de las fadas, se dio prisa a eclipsarse.

El Anciano, que ocupaba un lecho todo entapizado de damasco rojo, se unió, en voz cascada y que apenas se oía, a la risa de las madrinas del Año nuevo. Era, ya se habrá adivinado, el año de 1918, llegado a tal grado de decrepitud y agotamiento, que en su boca, entreabierta para dar paso a una trémula carcajada, se veían, muy adentro, más allá de las encías desdentadas, unas como telarañas, de un gris sombrío y sepulcral. Por medio de un esfuerzo angustioso, logró incorporarse, y rogó a la fada más próxima:

—Azulina, dame una cucharada del elixir de resistencia.


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El Té de las Convalecientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.

Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis… Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno…, el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose…

Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra…


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