Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde
incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida
huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres
que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio
que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi
hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo
en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la
calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes
sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.
Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz
conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi
nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.
—¡Medardo! ¿Tú por aquí?
—¡Jacobito! ¡Otro abrazo!
El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre
faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas
emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel
sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo
estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían
dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos
donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo
cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle
le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de
aventurero jovial.
En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.
—Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito —murmuró, afectuosamente—. ¿Qué te ha sucedido a ti?...
Leer / Descargar texto 'La Señorita Aglae'