—Hoy es un día muy señalado y una noche en que no se debe cenar solo
—dijo Rosálbez, el banquero, a su amigo el joven conde Planelles, a
quien encontró «casualmente» en su misma calle, casi frente al suntuoso
palacio. Usted es soltero, no tendrá quizá comprometida la cena... Si
quiere hacernos el obsequio de aceptar..., a las ocho en punto... Yo
apenas cenaré: me siento malucho del estómago; usted despachará mi
parte...
—Mil gracias, y aceptado —respondió cordialmente el conde—. Pensaba
cenar con unos cuantos en el Nuevo Club. Les aviso, y en paz... Aunque
casi no era necesario avisarlos: al no verme allí...
—¡Perfectamente! Hasta luego —murmuró Rosálbez, saltando a su
berlinita, que le aguardaba para llevarle, como todos los días, a una
plazuela, y de allí, a pie, a cierta casa, hasta la cual no le convenía
que llegase el coche.
Era el secreto de Polichinela, como dicen nuestros vecinos los
franceses; nadie ignoraba en Madrid que Rosálbez protegía a aquella
rasgada moza, Lucía la Cordobesa, de tanta gracia y garabato, y que el
entretenimiento le salía carísimo: el que lo tiene lo gasta.
Ha de saberse que Rosálbez, el opulento, había llegado a los
cincuenta y seis años, y empezaba a cambiar sensiblemente de genio y de
gusto. En otro tiempo no necesitaba la nota afectuosa en sus relaciones
con mujeres: sólo exigía que le divirtiesen un instante. Ahora, sin
duda, el desgaste físico de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que
buscaba era agrado tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija
verdadera, Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia
pasiva y mecánica, y Rosálbez aspiraba a encontrar en la Cordobesa
espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese ceniza y
alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo, llamaba a su
puerta el día de Navidad.
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