Textos más cortos publicados el 27 de octubre de 2020 | pág. 7

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fecha: 27-10-2020


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Madrugueiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.

El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».

Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Remordimiento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna —caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche— había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde —poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio— era un viejo rico, y su casa —desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros— modelo de pulcritud y orden elegante.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cabellos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Encaje Roto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.

No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Legajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.

—Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...

—¿Una cosa? —repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza—. ¿Qué?

—Ya verá...

Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.

—Parecen huesos... —murmuró el primer cavador.

—Huesos de persona —confirmó el segundo.

Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.

Mandó apresuradamente:

—Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...

Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...

—¿Qué se hace con esto? —preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.

—Traigan la carretilla —ordenó Lucio—. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... —y, completando su pensamiento, advirtió:

—Pónganlos sobre la alfombra...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Reconciliados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.

Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.

Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...

¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Atavismos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?

Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.

—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.

—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...

—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?

—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.

—A veces —observé—, los hechos son...

—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...

Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.

—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Contra Treta...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.

—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...

—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...

El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!


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Maldición de Gitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

—Una coincidencia —respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.


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Sara y Agar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Explíqueme usted —dije al señor de Bernárdez— una cosa que siempre me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano?… ¿No sabe usted?: una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos a la frente.

El septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por sus mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole a continuar el paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje, nos tentó, y a un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.

—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!

Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a cuestas su historia. He aquí la de Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que se asienta Goyán:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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