Textos por orden alfabético inverso publicados el 28 de octubre de 2020 | pág. 3

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fecha: 28-10-2020


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La Pasarela

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mosca Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.


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La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


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La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


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La Horma de su Zapato

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con sólo que hubiera tenido talento, instrucción, dinero, buenos padrinos y una poca de audacia, habría hecho un gran papel en la sociedad el amigo que me refirió lo que voy a contar. Pero aunque de escasa lectura, como es viejo y no ha salido de Madrid, tiene mucho mundo, y debe creer que es una verdad cuanto me dijo, y allá va ello.

Hay en el infierno jerarquías, lo mismo que en el cielo y en la tierra; y hay diablos que ocupan encumbrados puestos, mereciéndolos o no; al paso que hay otros que se llevan de cesantes, sin tener ni una mala alma de usurero a quien dar tormento, ni reciben siquiera la comisión de pervertir en el mundo, para llevar al reino de las tinieblas el espíritu de algún desesperado mortal.

Uno de éstos, de quien se decía que por pasarse de listo había sido dado de baja, andaba siempre en pretensiones sin poder alcanzar empleo; entre los diablos mejor informados y que estaban al corriente de las intrigas políticas, se aseguraba que este infeliz, que tenía por nombre Barac, que en hebreo tanto quiere decir como Relámpago, debía todos sus infortunios a la enemistad de otro diablo llamado Jeraní (engañador), que le tenía jurado odio mortal y que se había propuesto ponerle siempre en ridículo.

Pero a pesar de este odio y esa mala voluntad, Barac alcanzó al fin contar con buenos padrinos, seguro ya de burlar todas asechanzas de Jeraní, que con esto quedaba vencido.

Un día, Luzbel, aunque poniendo mal ceño, llamó a Barac y le dijo:

—Si usted quiere —porque también en el infierno hay urbanidad— que se le reponga en su destino de tostador de malcasadas, que yo sé que es bastante alegre y socorrido, va usted a salir al mundo, y dentro de quince días, a las doce en punto de la noche, del lugar en que usted estuviese, ha de traer usted un alma de mujer, joven y bonita.


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La Hija del Sol

Fernán Caballero


Cuento


¿Est-ce vrai? —Oui: mais qu'importe?

Balzac.
 

Tocaban a ánimas las campanas de la ciudad de Sevilla, y muchos corazones religiosos se alzaban al cielo en aquella hora dedicada por la Iglesia a recordar a los muertos. Todo yacía frío, silencioso y triste en la invadiente oscuridad de una noche de Diciembre; una espesa cortina de nubes cubría las estrellas, que son, según dice un poeta, los ojos con que mira el cielo a la tierra.

En la sala de una de las hermosas casas de Sevilla, que los extranjeros llaman palacios, frente a una chimenea en que ardía y daba luz como una antorcha la alegre leña del olivo, estaba sentada una señora, sumida en los pensamientos graves y tristes que infundían la hora y lo lóbrego de la noche. No se oía sino el gemido del viento, que daba tormento a los naranjos del jardín, y que penetrando por el cañón de la chimenea, caía sobre la llama a la cual abatía temblorosa, esparciendo ráfagas de vacilante luz por la estancia. Parecía que la soledad la abrumase, y cual si un genio benéfico se ocupase en prevenir sus deseos, abriose la puerta, apareciendo en el umbral una persona cuya vista debió serle grata, puesto que al verla, hizo la señora un ademán y exclamación de alegría, y se levantó para ir a su encuentro.

La recién entrada era una señora de edad, bajita, trigueña, cuyos ademanes animados y cuyos ojos vivos y alegres denotaban que los años habían pasado por aquella naturaleza juvenil y activa sin doblegarla y sin que su dueña los notase.

—Vaya, marquesa —dijo la recién llegada—, que para venir desde donde yo vivo hasta tu casa se necesitan amor y coche.

—Te ha bastado el amor. ¡Y cuánto te lo agradezco! Ahora conozco la verdad que encierra este refrán: «Amor con amor se paga». ¡Salir en una noche como ésta!


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La Gitana Redentora

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Prólogo

Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.


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La Cita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después —por entera que fuese su infatuación—, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.


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La Cana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar —tan insignificante creemos su causa—, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.


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La Cafetera Rusa

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Desde hace mucho tiempo, desde los años de la Universidad, época en que se propalan los más absurdos rumores sobre el matrimonio, he tenido para mí que la felicidad conyugal descansa sobre dos firmes columnas: el buen café después de las comidas y el piano bien tocado en las veladas del hogar.

Tan arraigadas he tenido estas convicciones y con tanta pasión las desarrollé ante la que iba a ser mi mujer, que no es de extrañarse que en el primer año de mi matrimonio nadie bebiera mejor café en Santiago, y nadie oyera mejor ejecutadas las sonatas de Beethoven, La Polonesa y Nocturno de Chopin y numerosas composiciones de Mendelsohn, Rubinstein, Schumann y otros maestros.

Pero como siempre ocurre, el café fue empeorando lentamente, y la ejecución de las piezas relajándose. Esto último se explica con la presencia de un nuevo habitante en mi casa, que con sus gritos, caprichos y enfermedades variadas distraía las facultades de la pianista y hacía nacer las de la madre.

Cada día se producía, después de comer, una escena análoga. Mi mujer esperaba que llevara a mis labios la tacita de café para observar concienzudamente el efecto que éste me producía. Enseguida, juzgando por la alteración de mis rasgos fisonómicos, llamaba a la sirviente:

—¿Qué café es éste?

—El mismo de ayer, señorita.

—¿Lo has tostado más que otras veces?

—No, señorita. Lo mismo que siempre.

—Sin embargo, está peor que nunca.

Yo notaba, a medida que avanzaba el tiempo, una honda desesperación en mi casa. El café empeoraba, como el cambio, y nada podía, como a éste, colocarlo en su antiguo pie. Para no agravar situación, ya grave de suyo, me abstenía de dar juicio alguno, y este silencio exasperaba indudablemente a mi mujer.


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