Conocílo en Forli, adonde había ido para visitar el famoso salón municipal decorado por Rafael.
Era un estudiante italiano, perfecto en su género. La conversación
sobrevino a propósito de un dato sobre horarios de ferrocarril que le di
para trasladarme a Rimini, la estación inmediata; pues en mi programa
de joven viajero, entraba, naturalmente, una visita a la patria de
Francesca.
Con la más exquisita cortesía, pero también con una franqueza
encomiable, me declaró que era pobre y me ofreció en venta un documento
—del cual nunca había querido desprenderse— un pergamino del siglo XIII,
en el cual pretendía darse la verdadera historia del célebre episodio.
Ni por miseria ni por interés, habríase desprendido jamás del códice;
pero creía tener conmigo deberes «de confraternidad», y además le era
simpático. Mi fervor por la antigua heroína, que él compartía con mayor
fuego ciertamente, entraba también por mucho en la transacción.
Adquirí el palimpsesto sin gran entusiasmo, poco dado como soy a las
investigaciones históricas; mas, apenas lo tuve en mi poder, cambié de
tal modo a su respecto, que la hora escasa concedida en mi itinerario
para salvar los cuarenta kilómetros medianeros entre Forli y Rimini, se
transformó en una semana entera. Quiero decir que permanecí siete días
en Forli.
La lectura del documento habría sido en extremo difícil sin la ayuda
de mi amigo fortuito; pero este se lo sabía de memoria, casi como una
tradición de familia, pues pertenecía a la suya desde remota antigüedad.
Cuanta duda pudo caberme sobre la autenticidad de aquel pergamino,
quedó desvanecida ante su minuciosa inspección. Esto fue lo que me tomó
más tiempo.
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