Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa
ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba
alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada
débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los
jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la
arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el
héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado,
habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la
gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino,
relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con
orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto
asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.
Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había
dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la
piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la
conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y
expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.
Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a
poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que
seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.
El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:
—¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!
El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:
—¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres
que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida…! Por
supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.
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