Textos peor valorados publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 5

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fecha: 29-09-2016


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La Bestia en la Cueva

H.P. Lovecraft


Cuento


La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir —reflexioné—, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa de los Deseos

Rudyard Kipling


Cuento


La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.

Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.

—Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy —explicó—, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!

—Pero a ti no te pasa nada —dijo su anfitriona—. Por ti no pasan los años, Liz.

La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.

—Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?

La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza —todo lo hacía lentamente— y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.

—¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? —preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Condesa de Tende

Madame de La Fayette


Cuento


La señorita de Strozzi, hija del mariscal y pariente cercana de Catherine de Médicis, se desposó el primer año de la regencia de esta reina con el conde de Tende, de la casa de Saboya, rico, bien constituido, el cortesano que vivía con mayor esplendor, y más propio a hacerse estimar que amar. No obstante, su esposa lo amó en un primer momento con pasión; era muy joven; él no la consideró sino como a una niña, y muy pronto estuvo enamorado de otra. La condesa de Tende, viva y de temperamento italiano, se puso celosa; no tenía reposo ni se lo daba a su marido; él evitó su presencia y dejó de vivir con ella como un hombre vive con su mujer.

Pronto la belleza de la condesa se incrementó; mostró mucha inteligencia; el mundo la miró con admiración; se ocupó más de sí misma y se curó insensiblemente de los celos y de su pasión. Se hizo íntima amiga de la princesa de Neufchâtel, joven, bella y viuda del príncipe del mismo nombre que, al morir, le había dejado el título que la convertía en el partido más elevado y brillante de la corte.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Decisión de Randolph Carter

H.P. Lovecraft


Cuento


Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso —y casi espero— que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla —deseo fervientemente que así haya sido—, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra —o alguna innombrable criatura que no me es posible describir—, podrían contar.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Estatua de Sal

Leopoldo Lugones


Cuento


He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:

—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Liga de los Ancianos

Jack London


Cuento


En los cuarteles un hombre iba a ser condenado a muerte. Se trataba de un viejo, un nativo del río Pez Blanco, que desemboca en el Yukón debajo del lago Le Barge. Todo Dawson estaba pendiente del asunto, e igualmente los habitantes del Yukón en mil millas a la redonda. Era costumbre de los ladrones de tierras y de aguas anglosajones hacer cumplir su ley a los pueblos conquistados, y frecuentemente esta ley era rigurosa. Pero en el caso de Imber, la ley parecía, por una vez en la vida, inadecuada y débil. En la naturaleza matemática de las cosas, la equidad no residía en el castigo que se le aplicase. El castigo era una conclusión predeterminada, no podía haber duda de ello, y aunque era capital, Imber sólo tenía una vida, mientras que los cargos contra él se contaban por cientos.

De hecho, pesaba sobre sus manos la sangre de tanta gente, que los crímenes atribuidos a él no permitían una enumeración precisa. Fumando una pipa junto al sendero o dormitando frente a la estufa, los hombres hacían estimaciones aproximadas de la gente que había perecido en sus manos. Todos habían sido blancos, esos hombres asesinados, y habían sido matados individualmente, por pares o en grupos. Y estas matanzas habían sido tan inútiles y sin sentido, que durante mucho tiempo constituyeron un misterio para la policía montada, incluso en el tiempo de los capitanes, y también más tarde, cuando se descubrieron los yacimientos y un gobernador vino desde el Dominio para hacer que la tierra pagase por su prosperidad.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Lluvia de Fuego

Leopoldo Lugones


Cuento


Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.

Levítico, XXVI — 19.



Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.

Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida…

A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.

Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.

Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?…

Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Música de Eric Zann

H.P. Lovecraft


Cuento


He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d'Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d'Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann.

Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d'Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d'Auseil.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Nave Blanca

H.P. Lovecraft


Cuento


Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta.

De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Princesa de las Azucenas Rojas

Jean Lorrain


Cuento


Era una austera y fría hija de reyes; apenas dieciséis años, ojos grises de águila bajo altaneras cejas y tan blanca que habríase dicho que sus manos eran de cera y sus sienes de perlas. La llamaban Audovère. Hija de un anciano rey guerrero siempre ocupado en lejanas conquistas cuando no combatía en la frontera, había crecido en un claustro, en medio de las tumbas de los reyes de su dinastía, y desde su primera infancia había sido confiada a unas religiosas: la princesa Audovère había perdido a su madre al nacer.

El claustro en el que había vivido los dieciséis años de su vida, estaba situado a la sombra y en el silencio de un bosque secular. Sólo el rey conocía el camino hacia él y la princesa no había visto jamás otro rostro masculino que el de su padre. Era un lugar severo, al abrigo de las rutas y del paso de los gitanos, y nada penetraba en él sino la luz del sol y además debilitada a través de la bóveda tupida formada por las hojas de los robles.

Al atardecer, la princesa salía a veces fuera del recinto del claustro y se paseaba a paso lento, escoltada por dos filas de religiosas. Iba seria y pensativa, como agobiada bajo el peso de un profundo secreto y tan pálida, que se habría dicho que iba a morir a no tardar. Un largo vestido de lana blanca con un bajo bordado con amplios tréboles de oro, se arrastraba tras sus pasos, y un círculo de plata labrada sujetaba sobre sus sienes un ligero velo de gasa azul que atenuaba el color de sus cabellos. Audovère era rubia como el polen de las azucenas y el bermejo algo pálido de los antiguos cálices del altar.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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