Textos por orden alfabético inverso publicados el 29 de octubre de 2020 | pág. 6

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fecha: 29-10-2020


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El Abanico

Vicente Riva Palacio


Cuento


El marqués estaba resuelto a casarse, y había comunicado aquella noticia a sus amigos, y la noticia corrió con la velocidad del relámpago por toda la alta sociedad, como toque de alarma a todas las madres que tenían hijas casaderas, y a todas las chicas que estaban en condiciones y con deseos de contraer matrimonio, que no eran pocas.

Porque eso, sí, el marqués era un gran partido, como se decía entre la gente de mundo. Tenía treinta y nueve años, un gran título, mucho dinero, era muy guapo y estaba cansado de correr el mundo, haciendo siempre el primer papel entre los hombres de su edad dentro y fuera de su país.

Pero se había cansado de aquella vida de disipación. Algunos hilos de plata comenzaban a aparecer en su negra barba y entre su sedosa cabellera; y como era hombre de buena inteligencia y de no escasa lectura, determinó sentar sus reales definitivamente, buscando una mujer como él la soñaba para darle su nombre y partir con ella las penas o las alegrías del hogar en los muchos años que estaba determinado a vivir todavía sobre la tierra.

Con la noticia de aquella resolución no le faltaron seducciones, ni de maternal cariño, ni de románticas o alegres bellezas; pero él no daba todavía con su ideal, y pasaron los días, y las semanas, y los meses, sin haber hecho la elección.

—Pero, hombre —le decían sus amigos—, ¿hasta cuándo vas a decidirte?

—Es que no encuentro todavía la muchacha que busco.

—Será porque tienes pocas ganas de casarte, que muchachas sobran. ¿No es muy guapa la condesita de Mina de Oro?

—Se ocupa demasiado de sus joyas y de sus trajes; cuidará más un collar de perlas que de su marido, y será capaz de olvidar a su hijo, por un traje de la casa de Worth.

—¿Y la baronesa del Iris?


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dichas Humanas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del Retiro, comienza a despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el lucero del alba en una faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y extiende poco a poco en el espacio.

Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se oyen de cuando en cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado por necesidad o por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines en la torrecilla de un convento, y tras las vallas de un solar convertido en corral, lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si estuviera en el campo.

De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen las líneas y la mole de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a la iglesia, ancho portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del piso principal están interiormente iluminados por un resplandor medio amarillento, medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la luz de una gran lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde la calle no se ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa, los cristales de una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos centros campean cifras artísticas de letras entrelazadas.

La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles soberbios, telas rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos admirables, plantas exóticas criadas en la atmósfera tibia del invernadero, jarrones, japoneses decorados con cigüeñas de plata que vuelan en paisajes fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y arañas de vidrios multicolores, donde centellean en temblor irisado los reflejos, de la chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos los primores del lujo moderno.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Consultar con la Almohada

Vicente Riva Palacio


Cuento


Tradición mexicana


Allá por los años de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y confusas las cosas públicas y aun las particulares.

Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes; dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves, se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.

Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial en todas partes.


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Ciento por Uno

Vicente Riva Palacio


Cuento


Corría el año del Señor de 1540. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán emprendido habían la conquista del nuevo reino de Galicia en Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer ya bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno.

Tocóle tan dura suerte en no avanzada edad al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas tan bellas como tres capullos de rosa.

Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de Nueva Galicia, y retiróse triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Mira valle, única herencia que a su familia había dejado el capitán Ruiz de Haro.

Allí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo.

Una tarde doña Leonor, rodeada de sus hijas, cosía tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando acertó a llegar allí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo.

El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar la comida del mendigo.

Pobre, pero abundante, fue el banquete que las hijas de doña Leonor presentaron al indio, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.


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Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Amor Correspondido

Vicente Riva Palacio


Cuento


Aquella noche que habíamos comido en el club, y a pesar de que los dos no más ocupábamos una pequeña mesa en uno de los ángulos del comedor, la conversación era tan interesante, y la sobremesa tanto se había prolongado, que largo tiempo transcurrió sin que pensáramos en levantarnos.

Yo escuchaba atentamente al conde, en una especie de abstracción, hasta que me hicieron volver en mí once campanadas que lentamente sonaron en el gran reloj de aquel salón.

Levanté la cara y miré en derredor. ¡Qué aspecto más triste y más extraño presenta el comedor de un club o de un hotel, cuando se han retirado ya los últimos concurrentes y a nadie se espera!

Algunos criados conversaban en voz baja en uno de los extremos. Uno que otro, pasaba registrando las mesas, como buscando alguna cosa olvidada. Asomaban por el fondo las cabezas de los cocineros, con el imprescindible gorro blanco.

El jefe del comedor hacía cuentas en una de las mesas, y tenía delante de sí un rimero de papeles.

Algunas luces se habían apagado, las sillas rodeaban aún las mesas, sobre las cuales quedaban las servilletas de los que habían comido, como haciendo el duelo a su soledad, y el silencio sustituía a la animación y al bullicio que reinaba pocas horas antes.

En la atmósfera parecían vagar los dichos agudos y las frases espirituales cruzadas entre los concurrentes, y creeríase que estas frases y esos dichos, como golondrina que se entra por casualidad en una habitación, volaban chocando contra los muros, azotando los techos con sus alas y resbalando por los rincones hasta encontrar una salida.

El conde me había contado aquella noche la historia de unos amores que le traían completamente preocupado; porque aquellos amores eran una especie de novela romántica y por entregas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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