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fecha: 29-10-2020


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Los Favores de Fortuna

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

No hay divinidad a quien se rinda culto más sincero y universal que a la Fortuna. Los hombres desde que empiezan a serlo, en lo que llaman edad de la razón le consagran la vida. Fortuna en cambio con la esperanza les atrae, con la codicia les excita, con la molicie les corrompe, o con la soberbia les ciega, hasta que enseñoreada de ellos, les deja unas veces que realicen su ambición y otras que satisfagan su apetito. Nadie la desprecia sin que le llamen loco, a ninguno que la logra se le considera necio; de unos se deja conseguir por la astucia, a otros se somete por capricho, los más se arrojan a conquistarla, los menos procuran merecerla: es tal su perversión que gusta de que la tomen por fuerza, y es tan grato su imperio y son tan dulces sus halagos que luego de poseída no hay debilidad en que el animoso no incurra por conservarla, ni fortaleza que el apocado no intente por no perderla. Sus amantes son infinitos, y a ellos se entrega como cortesana que ni cuida de escogerlos, ni piensa en lo que le sacrifican, ni estima lo que les concede, ni repara en cuándo se lo quita. Con unos parece que se encariña desde que nacen, y les colma de dones toda la vida: a otros sonríe sólo en la vejez para amargarles la muerte; y hasta más allá del sepulcro llega su influjo, pues ni deja que sea cada cual llorado según su mérito ni reparte con justicia la gloria. No hay grande de la tierra, por ensalzado que esté, a quien no pueda poner más en alto todavía; ni humilde, por bajo que se halle, a quien no sepa encumbrar sobre el primero. Reparte sus dones unas veces complaciéndose en detenerse para colmar deseos, y otras los deja caer a la carrera para que queden las alegrías truncadas y los placeres incompletos.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Cuatro Esquinas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Los hombres más juiciosos no son más que locos mansos. Oigan ustedes esta historia. Tengo desde hace muchos años íntima amistad con el conde del Sarmiento; un hombre inteligente, instruido, caballeroso y del que puede decirse que si no es un genio, es por lo menos un escritor distinguido.

Una mañana entró en mi alcoba cuando acababa yo de despertar.

—Perdóname —dijo— que tan temprano venga a molestarte. Quiero que seas mi padrino.

—¿Pero vas a batirte?

—Sí; he tenido anoche algunas palabras con un caballero que se llama Román Santiurce.

—Le conozco bien. ¿Y qué palabras han sido ésas?

—Bueno…, cualquier cosa; pero yo necesito batirme con él.

—No, poco a poco; explícame primero, y después resolveré si te ayudo o no.

—Pues óyeme, y fíjate para que veas que me sobra razón. Tú sabes que tengo relaciones con Clotilde y estoy apasionado de ella hasta la locura. Clotilde tiene en el Real una butaca en el turno primero y como debes suponer, me encanta estarla mirando durante la representación. ¡Pues ahí va lo grande! Yo veo a Clotilde desde mi platea; pero en la butaca que está delante de ella se sienta ese hombre, y como le hace el amor a Lucía, ya la conoces, que está al lado de él, inclina la cabeza y me oculta siempre a Clotilde, me la eclipsa; dirijo para ella mis gemelos, y en vez de encontrarme el rostro de Clotilde, siempre es la horrible cara de ese hombre la que estoy mirando, y esa contrariedad cada turno primero, me ha hecho crear un fondo de odio contra él, que le mataría con mucho gusto por no volver a ver esa cara. Por su parte, él debe estar enamorado de Lucía, y se supone que yo miro para donde ellos están por hacerle el amor a ella, y me detesta; sí, me detesta; se lo conozco.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Tomasito

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Ésta era una pareja que vivía casada por el registro natural. Un día llegó Tomasito, que así se llamaba el varón, a la casa, y le dijo la mujer:

—Oiga don Tomasito, ahí está ya la Semana Santa.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Y qué?, que yo ya me he confesado y es fuerza que usted se me mude de aquí, pero luego, luego.

Don Tomasito comprendió la fuerza del argumento, y se conformó con la resolución.

Con muchísima prudencia, y sin desplegar sus labios, hizo un lío de trapitos, enrolló su petate, (porque todo esto pasaba en una accesoria), se puso su sombrero y se dirigió a la puerta.

Iba a salir cuando oyó la voz de su adorado tormento que le llamaba.

—Don Tomasito.

—¿Qué se ofrece?

—Oiga usted, váyase pronto, eh; pero el sábado de gloria que no sea necesario andarlo buscando.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Plegarias

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

Al dar la una y media comenzaron a despedirse los contertulios: a las dos sólo quedaban en el magnífico salón los dueños de la casa, marido y mujer, ambos jóvenes, hermosos y al parecer felices: él se puso a leer un periódico de la noche y ella se entretuvo escribiendo con un lápiz de oro al dorso de una tarjeta las visitas y compras que pensaba hacer al día siguiente.

Después hablaron un rato de cosas de poca monta, y, por fin, ella, levantándose de pronto, le dijo mirándole amorosamente:

— Me voy a recoger el pelo. ¿Tardarás?

— Acuéstate. Enseguida voy.

Luego de retirarse la dama, el hombre pasó del salón a su despacho, que era la habitación contigua, y oprimiendo un resorte oculto entre los cortinajes, dio luz a las lámparas eléctricas.

Los muros estaban cubiertos de verdaderos tapices góticos, los estantes llenos de buenos libros, en un testero había un magnífico retrato de familia a cuyos lados brillaban dos panoplias de armas antiguas, y en otro lienzo de pared destacaba sobre el fondo multicolor y borroso del tapiz un santo pintado por Zurbarán. Cuanto allí había era prueba de exquisito gusto, cultura y riqueza bien empleada. Indudablemente el lujo de relumbrón, las antiguallas falsificadas y los caprichos absurdos impuestos por la moda, no tenían entrada en aquella casa.

Sentose el caballero ante la mesa, sacó de un cajón una cartera, y tras consultar rápidamente varios papeles, apuntó, poco más o menos de este modo, lo que se proponía hacer al otro día:


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La Visita de los Marqueses

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con decir que era el día de la fiesta titular del pueblo, está dicho todo: porque aquélla era la romería más concurrida y más famosa de los contornos, y aquel pueblo uno de los más fértiles y pintorescos de la montaña de Santander.

Sentado en la pendiente de una loma, con sus casas dispersas y ocultas entre cajigas, castaños, nogales y cerezos, semejaba, más bien que un pueblo con arbolado, un bosque con casas. A lo lejos, y en las ardientes mañanas de verano, aquel pueblo parecía como dispuesto a deslizarse con suavidad por la pendiente para tomar un baño en el si no abundoso, sí fresco y transparente río que, desprendiéndose del valle de Pas después de haber refrigerado a multitud de nodrizas, cesantes unas y en agraz las otras, resbala, buscando la tumba común de los ríos, en una estrecha cañada, a la que, sin duda por adulación o por cariño, han bautizado los montañeses con el pomposo nombre de valle de Toranzo.

Era un día del mes de agosto; la luz brotó por el oriente con todo el encanto de una mañana de fiesta; porque, digan lo que quieran los sabios sueltos o que escriben en los periódicos, la luz de los días festivos es distinta de la luz de los días de trabajo, y en aquél apareció como diciendo: aquí está lo mejor del baile.

Y con un lujo de amabilidad, y con un refinamiento de poesía no comunes, ya jugueteaba sobre las espumas del río; ya iluminaba en su vuelo a las abejas, convirtiéndolas en chispas de fuego que se cruzaban; ya, arrastrándose, venía a esmaltar la hierba de los prados, o a reflejarse sobre un fragmento de vidrio, del que hacía brotar un sol pequeñito, pero deslumbrador, en mitad de la carretera.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de un Santo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Lo que es en algunos cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los eruditos.

Hace muchos años —tantos ya, que aún era yo niño—, me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.

No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de los que causaba.

Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Condesa de Cela

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

«Espérame esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…


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La Buhardilla

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

La casa de los duques de las Vistillas era de las mejores entre las buenas viviendas nobiliarias del antiguo Madrid. No podía compararse con ella la de los Guevaras, ni la de los Peraltas, ni la de los Zapatas, ni aun la de los Salvajes: se parecía a las de Oñate y Miraflores. Sus dueños le decían el palacio... y, sin embargo, no pasaba de ser un caserón destartalado, de grandes salones, tremendos patios y pasillos laberínticos. La fachada era de agramillado y berroqueña del Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales: sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje. El piso segundo, bajo de techo y a manera de ático, tenía ventanas pequeñas, y sobre el entablamento descollaban las buhardillas altas, aisladas, recubiertas de tejas, guarnecidas de verdosas vidrieras, ante las cuales se veían desde lejos las ropas recién lavadas y tendidas que goteaban sobre estrechos cajoncitos, plantados de yerba luisa, albahaca, yerba de gato y claveles.


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El Olvidado

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los rostros encendidos del calor.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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