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fecha: 29-10-2020


23456

Elvira-Nicolasa

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Acabábamos de cenar Elvira y yo en un gabinetito de una fonda donde le gustaba que la llevase a tomar mariscos y vino blanco. Disputando por celos, en el calor de las recriminaciones, dejé escapar una frase ofensiva: debí de decirle algo muy duro, sin duda una verdad muy grande, porque entonces, avivada su locuacidad con la injuria y suelta su lengua con el estímulo de la bebida, se recostó en el diván con provocativa indolencia y, poniéndose muy seria, repuso:

— Sí, ¿eh? ¿Tan mala crees que soy? Pues aquí donde me ves, tan coqueta, tan amiga de haceros rabiar, porque todos sois iguales, y no merece más ni menos uno que otro, tan orgullosa de haber arruinado a unos y puesto en ridículo a otros, yo, aunque no lo creas, tengo en mi vida un rasgo bueno, y tendría muchos si no hubiese sido en mi niñez tan desgraciada.

Me creí amenazado de la eterna historia de una seducción vulgar; pero, prefiriendo oírla a verla emborracharse, me dispuse a escuchar, y ella siguió de este modo:


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Olvidado

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los rostros encendidos del calor.


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El Milagro

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.

Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.

De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían; pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía que aquéllo era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.


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Dichas Humanas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del Retiro, comienza a despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el lucero del alba en una faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y extiende poco a poco en el espacio.

Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se oyen de cuando en cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado por necesidad o por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines en la torrecilla de un convento, y tras las vallas de un solar convertido en corral, lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si estuviera en el campo.

De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen las líneas y la mole de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a la iglesia, ancho portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del piso principal están interiormente iluminados por un resplandor medio amarillento, medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la luz de una gran lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde la calle no se ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa, los cristales de una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos centros campean cifras artísticas de letras entrelazadas.

La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles soberbios, telas rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos admirables, plantas exóticas criadas en la atmósfera tibia del invernadero, jarrones, japoneses decorados con cigüeñas de plata que vuelan en paisajes fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y arañas de vidrios multicolores, donde centellean en temblor irisado los reflejos, de la chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos los primores del lujo moderno.


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Consultar con la Almohada

Vicente Riva Palacio


Cuento


Tradición mexicana


Allá por los años de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y confusas las cosas públicas y aun las particulares.

Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes; dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves, se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.

Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial en todas partes.


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Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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Rosita

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cálido enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreign Club»: Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cócteles en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían aquellas damas, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirteadores y mundanos, aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, cuando, quitándose el cigarrillo de la boca, le ceceó con andaluz gracejo:

—¡Espérame, niño!

Puesta en pie apuró el último sorbo del cóctel y salió presurosa al encuentro del caballero, que con ademán de rebuscada elegancia se ponía el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:

—¡Pero eres tú, Rosita!

—¡La misma, hijo de mi alma!… ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!

El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo. Fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó, atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:

—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!

Rosita Zegrí entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India.

—¡Más calor que en Sevilla!

Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:


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La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


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La Limosna

Vicente Riva Palacio


Cuento


Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mi me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.

Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: esas notas son mías.

En una de las ciudades del norte de la república mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano que, en su oficio, ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.

Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer y ella sabía distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.


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La Confesión

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


—Acúsome, pagre —decía una india que se confesaba—, que yo andaba namorada de mi comadrita su marido.

—Válgate Dios, hija —contestaba el sacerdote, que comprendía que «mi comadrita su marido» quería decir mi compadre—, ¿cómo fuiste a cegarte así?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Sea por Dios, ¿qué más?

—Acúsome, pagre, que namoré con señá Dorotea su esposo.

—Ave María Purísima; ¿cómo fue eso hija?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Vaya, hija, ¿qué más?

—Pues pagre, también lo namoré con siñor don José su hijo.

—Pero mujer, ¿estabas loca?

—No, pagre, como semos pobres y estamos solos…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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