Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre
sorbo y sopa un diario neo católico, cuando entró en su cuarto el ama,
diciendo sobresaltada:
— Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.
El deán, alma de la diócesis, porque el señor obispo
de puro bueno no servía para nada, agitó con la cucharilla el vaso de
agua donde se estaba deshaciendo el azucarillo, bebióselo
tranquilamente, se limpió los labios con la servilleta, y mientras
encendía un cigarro de papel, más grueso que puro, repuso sin alterarse:
— Lo de siempre... ganas de asustar... algo menos será. Dile que pase.
Garcerín, el monaguillo más listo y endiablado de la santa basílica, traía el espanto pintado en la cara.
— ¿Qué hay, buen mozo?
— Señor, que esta vez va de veras.
— Cuenta, cuenta.
— Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de
los candeleros del Carmen, junto al crucero, cuando sonó por arriba, muy
arribota, un ruido como si crujiera una piedra al partirse, y cayeron
tres o cuatro pedazos mayores que manzanas. Yo creí que serían, como
otras veces, de la mezcla que une los sillares, pero miré a lo alto y vi
que no: eran de la piedra blanca de la cornisa, donde hay un adorno que
parece una fila de huevos y otra de hojas... de pronto ¡pum! otro
pedazo gordo, como su cabeza de usted, y dio en la esquina del altar, y
partió el mármol... y eché a correr hacia la sacristía.
— ¿Quién estaba allí?
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