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fecha: 30-10-2020


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La Guardia de los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


En uno de los caseríos de la ruta de Ite al campo de las Yaras debía acantonarse cierto Regimiento de los nuestros en cuyas filas habíase declarado la peste viruela.

De los primeros en llegar a él fueron dos soldados, de esos que apellidaban cara de baqueta, porque nunca veían incompatibilidad la que menor, entre el servicio de la patria y el avío de la persona.

Muy luego se dieron ambos a recorrer calles y trajinar casas, si tales nombres caben en tamaña pobreza.

A un profano en el arte soldadesco del granjeo, habríale bastado tender la vista a vuelo de pájaro para decir que allí no había pan que rebanar.

Y, en efecto, en cuanto los ojos abarcaban no se divisaba un humo que acusara alguna olla puesta al fuego.

Ni siquiera se oía el ladrido de un perro abandonado; porque hombres y mujeres, chiquillos, todos habían huido al rumor de la noticia aquélla.

—¡Ya vienen los chilenos!

La misma iglesia aparecía desnuda de imágenes y ornamentos, cual si los terribles visitantes fueran enemigos no sólo de los hombres sino también de los dioses de aquel país.

Sin embargo, los dos rotos proseguían imperturbables en su misteriosa tarea.

Hubiéraseles tomado por un par de ingenieros que cateaban minas o reconocían el sitio para puesto militar.

Entraban, salían y tornaban a las mismas viviendas.

Golpeaban el suelo y las paredes.

Al fin, uno de ellos pareció convencer al otro y juntos volvieron a la iglesia.

Delante de un empolvado retablo, el que oficiaba dijo al acólito:

—¡Debajo de esta champa hay bagre!

Entrambos corrieron el cuadro, medio cosido al muro por las telas de arañas; palparon y el muro resonó con un eco de caverna.

—¿Ves? —añadió el primero.

Y a poco de trabajar rodó un bloque, dejando al descubierto la boca de una cueva obscura y húmeda.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Entrada a Lima

Daniel Riquelme


Cuento


Parece un sueño que hayan transcurrido ya veintiocho años desde aquellos días de tantas emociones y de tantas glorias, glorias que entonces veíamos cubiertas, como las flores al amanecer, de un rocío de triste y hermosas lágrimas, lágrimas que luego evaporó el espléndido sol de un triunfo colosal, cuya luz, si alumbró millares de cadáveres, puso también a nuestros ojos la visión encantadora del porvenir que despuntaba para Chile.

Y este detalle, el recuerdo de los hombres, por muchos, grandes y queridos que fueran, hubo de borrarse ante este supremo conjunto: la patria.

Por eso Lima secó todas las lágrimas, cubriendo con el manto de la gloria a los chilenos que quedaban insepultos y desnudos sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.

La proclama que el general en jefe dirigió a las tropas desde el palacio de Pizarro el 18 de enero de 1881, concluía con estas justas palabras:

«En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard; los mayores Zañartu y Jiménez, y ese valiente capitán Flores, de Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida».

Y como place al corazón volver con las mágicas alas de la memoria a los paisajes del tiempo pasado, particularmente cuanto tanto cuadran los minutos de hoy con los de ayer y todo parece igual, menos nosotros mismos, no han de causar enojo algunos recuerdos de aquellas acciones memorables, en defecto de otros más públicos y dignos de su lustre, así como de los bienes que engendraron y de la gratitud que corresponde y sienta bien a un gran pueblo.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Confesión del Tullido

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Así es Caracas.

Los hombres corren la ciudad en coche, de tarde, porque las tardes allí son dulces y doradas. A esa hora el sol poniente pincela de áureos matices la frente de las montañas vecinas; el aire se transparenta más, el cielo viste su más claro azul.

En ventanas y balcones se apiñan hermosuras, ávidas de ver y de ser vistas. Por entre las rejas salen volando, á veces, ráfagas de música. La música del país es muelle, enamorada y voluptuosa; pero no tan voluptuosa, tan enamorada, ni tan muelle como esa otra armonía que se desprende, á raudales, de los contornos del seno, de las caderas lascivas, de los brazos y gargantas de las bellas hijas del país.

Es la hora de los enamorados la tarde.

Y pasa el amador delante de la ventana de la hermosa, llevándose una mirada recogida al trote del carruaje, mirada elocuente y que fascina, mirada prometedora de dulzuras para la cercana prima noche, cuando él se plante al pie de la reja misma á murmurar su amor.

Una mujer había, la más bella de todas, que encastillada en su hermosura espléndida, no quiso rendir á nadie la fortaleza de su corazón.

Admirarla era casi un deber. Un poeta hizo un tomo de madrigales para ella: madrigales á sus ojos, madrigales á sus manos, madrigales á su boca.

Sin número de amadores hacía la ronda á su puerta; ó pasaban de tarde por frente á su ventana á rendirle, sumisos, tributo de admiración.

Pero uno se distinguía entre los fieles de la diosa.

Este no corría en carretela, ni pasaba gentilmente, sino que se plantaba, en una silla rodante, en toda la esquina. Era un joven, paralítico. Se decía de él, sin razón, que era fatuo; y ninguno ignoraba el amor del infeliz.

Yo ardí en deseos de saber qué pasaba en el corazón de aquel mísero, á quien el infortunio baldó el cuerpo y no el alma.


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La Batalla de «los Futres»

Daniel Riquelme


Cuento


Nuestro Ejército no contaba con Miraflores, la famosa batalla a la cual don Isidoro Errázuriz dio el nombre de batalla de «los futres» en un brindis que pronunció en el Hotel Maury de Lima, en la tarde del 17 de enero de 1881, consagrando con tal apodo el heroico y pundonoroso comportamiento con que jefes y oficiales enaltecieron aquella memorable acción.

Cierto que en el Cuartel General se preparaba para todo evento y más cierto todavía que el coronel Lynch, sin apearse de su potro obscuro, desde las puertas mismas de Chorrillos se afanaba por prevenir toda sorpresa, ordenando a cada rato:

—«Ocupen esas cerrilladas» por las alturas que dominaban el valle y el caserío del pueblo.

Y cuidados semejantes desvelaban a los demás jefes.

Pero todo eso era más bien, a lo que creo, el cumplimiento de elementales preceptos del arte de la guerra, que temor verdadero de que el enemigo tornara a levantarse después de aquella tunda que resultaba ser —viendo el campo— más que de manos de arrieros yangüeses.

Por otro lado, visible era también que nuestras tropas, cubiertas de gloria, pero rendidas de fatiga, deseaban largo reposo.

Luego el instinto de la vida y su cortejo de pasiones —todo olvidado un momento ante el amor supremo de la Patria— volvía impetuosamente a los corazones con el ansia con que tornan a su nido las aves que dispersa una tormenta.

El espectáculo mismo de los horrores sembrados sobre el campo de la batalla, clamaba con igual fuerza por la paz en nombre de la humanidad.

No habría, pues, por qué no contar aquí que nuestros soldados saludaron con hurras al tren engalanado de banderas blancas que en la mañana de 14 entró a Chorrillos, conduciendo a los mensajeros de la paz.

Sólo se firmó una tregua, pero ella era su comienzo a juicio de todos.

La luz del día 15 vino a reír sobre la fe de esa tregua y las esperanzas de tal paz.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juanito

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

La casa, una antigua construcción española, de muros eminentes, pesadas puertas, ventanas guarnecidas por balaustres de fierro, tenía aspecto monacal; aires como de mansión á cuya sombra paseaban frentes meditabundas cubiertas de níveas tocas; pies descalzos, hechos á correr tras la cruz; almas blancas, cuna y albergue de las melancolías. Pero no; allí no habitaba la santidad sino la industria. Aquella no era casa de oración: de sus techos sólo surgía el himno del trabajo.

El caserón hacía esquina: por la una calle dos grandes puertas daban acceso á un detal de jabones; por la otra una verja, antes dorada, siempre de par en par y cuyos barrotes festoneaba una enredadera de cundeamor, permitía la entrada en la mansión del jabonero.

En el pueblo la casa no se nombraba de otra suerte sino «la jabonería». Su dueño y habitante era un industrial enriquecido que abastecía con su comercio de jabones los pueblos comarcanos.

Una noche, á cosa de las nueve, estaban en la sala de la jabonería dos personas: la una, viejecita de cabello nevado, rostro plácido, manos y piernas rígidas, sobre una silla giratoria y rodante, en un rincón de la pieza, dormitaba. Leía la otra persona á la luz de una lámpara, en el centro del salón. Era un hombre todavía joven, de complexión robusta, tez mate, ojos y barba negros, cabello ensortijado, aspecto burgués. Vestía blusa y pantalones de dril obscuro; los pies, metidos en pantuflos de grana, fulguraban con el oro de los bordados.

Todo en aquel hombre estaba diciendo cómo era él un rico de provincia. La propia sala llena de baratijas, adornos del peor gusto, mostraba ser el búcaro de aquella flor silvestre, flor de estambres dorados pero sin aroma.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Gopa

Juan Valera


Teatro, Diálogo


CUADRO I

La escena es en la ciudad de Capilavastu: 593 años antes de Cristo.

Interior del magnífico palacio del Príncipe Sidarta. Es de noche. Cámara del tálamo, iluminada por una lámpara de oro.

GOPA.—PRATYAPATI.

Pratyapati.—Los más vigilantes siervos del rey Sudonán rondan en torno de este palacio. Las puertas de la ciudad están defendidas. No se irá. Es menester que no se vaya. Sin él ¿qué será de nosotras? Con igual vehemencia le amamos, aunque de manera distinta. Yo le amo como si fuera mi hijo. Cuando, a poco de darle vida, murió BU madre Maya Devi, por encargo suyo quedó Sidarta a mi cuidado. No quisieron los dioses que ella viviese, para que no padeciera lo que nosotras padecemos hoy.

Gopa.—Inmenso dolor nos agobia. ¿Por qué anubla su hermosa frente irremediable tristeza? ¿Por qué desea abandonarnos? ¿Qué falta, qué mengua encuentra en mí? Yo le hubiera preferido a los dioses, como Damayanti prefirió a Nal. Mi ventura se cifra en obedecerle con humildad y en ser toda suya. ¡Ingrato! Su corazón insaciable no logra aquietarse en mi amor. Su noble cabeza jamás reposa tranquila sobre mi seno. Ya no me ama. Me juzga indigna de su cariño.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Filosofías Truncas

Rufino Blanco Fombona


Cuento


De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa ó para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, á las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. El no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:


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El Perro del Regimiento

Daniel Riquelme


Cuento


Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de la marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de grandes alborotos y por ellos tratose en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que el día memorable del alto de la alianza, conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde cada hay que esconder.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Dolor de Pedro

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Era la media noche. Pedro acababa de matar la luz de su lámpara. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era sonrisa de la luz, en la estancia, cuanto devolvía el beso de oro de la lámpara en nota luminosa, entraba en la obscuridad. La habitación, paramentada de sombra, yacía en la mudez. La luz no cantó más su canto de notas risueñas. En el centro del dormitorio, Pedro, en pie, parecía una estatua cubierta de un paño fúnebre.

Y el joven entró en el lecho, y se arrebujó en las frazadas, gustoso de respirar aquel ambiente de soledad bienhechora.

Apenas reclinaba la frente, satisfecho de sí mismo, aquella noche consagrada al estudio, apenas oreaba sus párpados el ala del sueño, cuando escuchó un ruidecillo. Se puso á oír: el ruidecillo era como de patas de mosca sobre una cuartilla de papel; como de un vuelo susurrante de cínife; como de enjambre de hormigas arrastrando un ala de mariposa.

Y desde el propio lecho acechó el sitio del rumoreo. En una pata del escritorio que simula una garra de león, miró lucir una chispa como de astro, intensa, de luz amable y generosa.

Pedro creyó ver un brillante, rico regalo de algún duende; pensó que alguna hada munífica le hacía, por manera curiosa, aquel gentil presente. Pero el diamante comenzó á titilar como un Véspero, al pie del escritorio, y temblante, movía su luz bajo la zarpa de caoba.

Pedro comprendió que mal podía ser un diamante la lucecilla vivaz y móvil. Y encendió la bujía de cera encarnada.

Entonces pudo ver una cosa épica. En una red de araña, de tenue urdimbre gris, un gusano de luz, un cocuyo, se debatía prisionero, acometido por inmunda cucaracha.

Pedro se llenó de piedad y de ira.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Doble Sacrificio

Juan Valera


Cuento


EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO

Málaga, 4 de Abril de 1842.

Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive, hace dos, en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador D. Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.

DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ

Villalegre, 7 de Abril.


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