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fecha: 31-08-2022


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¡Dame Tiempo, Hermano!

Javier de Viana


Cuento


A Francisco de Viana.


Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.

En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.

Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.

¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.

Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.

Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.

Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.

Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Leña Seca

Javier de Viana


Cuentos, colección


La tapera del cuervo

A Julio Abellá y Escobar.

I

En la linde del camino, ancho y plano, sobre robusto pedestal de cal y canto, una lápida cuadrangular, de granito tallado, indica el límite uruguayo-brasileño. Diez metros más al norte, sobre diminuta meseta que forma como un balcón de la sierra mirando a la hondonada donde se retuerce el regato, afirma un caserón, bajo de techos, recio de muros y rico en hierros que guarnecen las exiguas ventanas. Es una venda riograndense.

El comercio, propiamente, lo forma una sala reducida y obscura, en cuya añeja anaquelería fraternizan los artículos más heterogéneos, dando pobre idea de la importancia del negocio; pero luego, en salas y galpones adjuntos, las pilas de charque y cueros, los grandes zarzos soportando miles de quesos de todas formas y tamaños, y la profusión de bultos cuidadosamente embalados, denuncian la casa fuerte, rica a la manera de los hormigueros. Las cinco carretas que se asolean junto al guardapatio, contribuyen a robustecer esa opinión.

Yo había llegado esa tarde y debía permanecer allí varios días para la realización de un negocio ganadero. Y había tragado en la jornada una docena de esas leguas brasileñas que se estiran como perro al sol, y estaba harto de trote por caminos en cuyos frecuentes atoladeros era menester tirar as botas para vadearlos. La fatiga y el sueño me rendían; y haciendo poco honor a la feijoada y al arroz hervido de la cena, gané con gusto el cuartejo donde me habían preparado alojamiento, teniendo por cama un catre de guascas, por cobijas mi poncho, por dosel un zarzo lleno de quesos y por compañía, las ratas y ratones que formaban, al parecer, enjambre. Habituado a hospitalidades semejantes, me acosté filosóficamente y el catre crujió con el peso de la fatiga acumulada en diez horas de trote por caminos brasileños.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Cosas que Pasan

Javier de Viana


Cuento


A Ezeauiel Ubaiubá.


Desde la tarde en que Ismael Martínez se enderezó y echando a la nuca el chambergo había gritado:

—¡No permito que naides hable de la finada mi mujer!—ninguno se atrevió a mentar en su presencia la dolorosa historia.

La historia era vulgar como un aguacero en invierno: un hombre joven, buen mozo, fuerte, trabajador, sin vicios, a quien su mujer engaña a los pocos días de casado. Él quiso matarla; luego, reflexionando que ni rebenque ni espuela, hacen andar al caballo cansado, prefirió desensillar y largar. La largó, en la esperanza de recomenzar la vida y alzar de nuevo el rancho caído.

Sin embargo, había pasado un año y la tristeza parecía aquerenciada en el alma del gauchito.

—¡Esto no va a salir nunca—dijo una vez;—esto es como palo ande dentra la polilla: no tiene remedio.

Lo dijo en un obscurecer caliginoso, bajo un ombú que había oído prosiar a los blandengues de Artigas; y el viejo Torcuato, que, bajo el mismo ombú había escuchado lamentarse a los guayaquises de Rivera, le pialó la frase y la volcó de lomo:

—¡Palo que vive no se apelolla nunca!...

De seguida, aprovechando el momentáneo sometimiento del mozo, echóse a decir:


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Arriando Novillos

Javier de Viana


Cuento


A Cándido Campos.


¡Si habré yo visto noches endiabladas, de viento, de lluvia, de frío, de truenos, de rayos, todo revuelto y enfurecido en una negrura de fondo de zalamanca!... ¡Pero esa noche!... Aquello no era llover, era diluviar. Parecía que Dios, después de haber abierto los grifos del cielo, se hubiera ido a matear con San Pedro y que, discutiendo parejeros, se hubiera olvidado de volver para cerrarlos...

Caía agua como calamidades sobrecristiano sin suerte; y, entreverados con el chaparrón, unos truenos bárbaros, amenazando romper el techo del campo, y unos relámpagos inmensos que corcobiaban en el cielo, jediendo a rayo.

¡Qué noche, madre mía!... Y era en Agosto, con un frío que daba asco.

Yo tenía las botas llenas de agua, la bombacha pegada a las piernas y el poncho, empapado, me pesaba sobre los hombros como si me hubiese caído encima uno de los cuatrocientos novillos gordos de la tropa.

Debo advertir que era en el tiempo de antes puro campo abierto, sin calles alambradas, sin corrales donde encerrar. Y llevábamos tres días, arriando novillada chúcara, liviana de pies, armada en cornamenta, sobrada de bríos, brava y potente como los espinillares del Cebollatí, de donde la habíamos recogido a tarascón de perro en los garrones.

El frío, el sueño, el cansancio, habían hecho de mí algo semejante a una pulpa blandita cubierta de espuma... asquerosa: una de esas pulpas de res flaca y cansada, que ni los perros mascan. Palabra: ¡no exagero!...

Era la primera vez que tropiaba. Los peones me consideraban un tanto cajetilla, y el amor propio me obligó a esfuerzos cpie luego comprendí eran, zonceras y zonceras peligrosas.

Pero vuelvo al relato.


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La Chingola

Javier de Viana


Cuento


A Luis Doello Jurado.


Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul; al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.

Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.

Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Recuerdos

Javier de Viana


Cuento


A Carlos Roxlo.


Eramos cuatro: un letrado estanciero, muy rico y muy noble; mi joven político a quien un ventarrón llevó de su aldea al parlamento y de éste al ejército revolucionario; un poeta exquisito y yo, anomo.

El hacendado, el joven político y yo, teníamos sobre el poeta tres indiscutibles superioridades: la primera saber andar a caballo; la segunda, llevar unas libras esterlinas en el cinto; la tercera... no ser poetas.

Él no poseía más caudal que su gran talento. Ahora bien: podéis creerme a no, pero os aseguro bajo mi palabra de honor que el talento es de una escasísima utilidad para un soldado revolucionario.

Allí, en nuestra guerra gaucha, el ser buen jinete permite gozar el summum de las comodidades, —léase: soportar el mínimun posible de molestias —sin contar con los servicios que puede prestar a los prudentes en un día de batalla, y a todos, hasta a los temerarios, en un día de derrota.

Y el poeta era un maturrango sin enmienda. Montaba unas veces por la izquierda y otras por la derecha, argumentando con aparente lógica que, siendo el caballo igualmente alto de un lado y del otro, y teniendo la silla idénticos estribos a diestra y siniestra, no existía razón para someterse al precepto rutinario que ordena subir por la izquierda. Desgraciadamente, los caballos no querían comprender este acertado razonamiento y con frecuencia aporreaban sin piedad al poeta.

En aquella campaña, larga y ruda, nuestro trovador pasó horas amargas. Él no sabía nada más que cantar, y sus cantos suaves, tiernos, melódicos no podían interesar allí, donde, casi diariamente oíase el canto de los fusiles y los cañones. ¡Cualquiera escucha una vidalita cuando está hablando un Canet!...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Prosiando

Javier de Viana


Cuento


A Bernardo Maupeu.


Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros reposaban en absoluta seguridad.

Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.

Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.

Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.

Decía el viejo:

—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.


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Por un Olvido

Javier de Viana


Cuento


A Enrique Queirolo.


Invierno aborrecido aquel!... Era un llover que parecía que el cielo se hubiese agujereado por todas partes; y los vientos medio como locos, remolineaban, corriendo de aquí para allá, chiflaban con rabia y tan pronto se agachaban, arrastrándose por el suelo, barriendo el campo, y cacheteando bárbaramente a los árboles, como subían al cielo, llevándose por delante a los pájaros que se inclinaban, como buque que se va a pique.

—Y el frío!... ¡Virgen santísima!... El frío andaba suelto, mordiendo carnes con ferocidad de perro cimarrón.

A todo esto el sol, el único que podía sujetar un poco a aquellos tres bandidos,—la lluvia, el viento y el frío,—asomaba un poco la cabeza, miraba con un ojo solo, y se mandaba mudar en seguida, sin lástima, no digo por los hombres, pero al menos por los árboles y por los pobres corderitos recién nacidos.

¡Qué invierno canalla!

Recuerdo una vez, estaba anocheciendo y Paulino Suárez había desuñido junto al paso real de las Mulas. El arroyo estaba hondo, y si caía un chaparrón, el paso atrancado y un par de días de demora, pagando pastoreo en campo más pelado que badana.

Paulino Suárez, es claro, estaba con un humor de perro viejo acosado por la sabandija.

—¡Echa más leña, gurí!—de rezongó al muchacho que, arrollado junto al fogón, temblaba de frío lo mismo que cachila al pie de una masiega.—Y todavía no se había enderezado el chico, cuando ya el padre gritaba:

—¡Pero sopla el juego, haragán! ¿No ves que m'está augando el humo'?...

En eso se oyó a lo lejos el prolongado y triste rechinar de una carreta. El viejo prestó el oído y dijo:

—Son las carretas del pardo Serapio. ¡Siempre cachaciento el pardo!...


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Monologando

Javier de Viana


Cuento


A Elías Regules.


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¡Me... caiga el rancho encima!... Yo p'aserruchar no soy güeno... Si juese pa meniar hacha, no digo diferente; pero esto, refregar ropa sucia o rascarse bichos coloraos, me fastidia, palabra!...


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¿El qué?... ¿Qué mete ruido el serrucho?... ¿Cómo?... ¿Qué l'eche grasa?... ¡Sí!... ¡grasa!... ¡ya ni en las tripas tengo grasa yo!... Me han secao hasta la riñonada con este trabajito de cortar coronillas en miñanguitos, como chicolate, pa la cocina conómica...

¡Me caiga... en el lomo! ¡Dios redita en un tacho'e grasa a tuita la gringuería! ¡Cocina conómica!... ¡Leña cortada en piacitos como pulpa pa pichón de calandria!... Tuito por la nación, esa que el patrón se trujo de las Uropas!... ¡Pucha!... Aura acontece que hay que trair de las Uropas los toros, los carneros, los... caballos...—casi digo una mala palabra!...—Güeno... mala palabra no es...; en antes no era mala palabra, pero aura, con la cevilización... ¡Pucha, como me cansa el serrucho!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—Ya ni ganas pa cantar tengo... ¿Y quién va tener ganas pa cantar dispués de tres horas de meterle al serrucho, cortando sernos de coronilla?...

Como si las coronillas juecen manteca!... Y a todo esto sin tener con quien prosiar... Güeno eso no, porque yo me vareo solo, pero de tuitas layas... Aijuna! ¡un ñudo! ¡uf!... Descansá un poco Tiburcio... Echate en el suelo... ¿Tenés tabaco?... Pitá un poco... Y yo pito... ¡bah!... aunque s'enoje la gringa... ¡Pucha! ¡cómo nos han echao a perder el país los gringos!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


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Marca Sola

Javier de Viana


Cuento


A Augusto Murré.


La tarde se acababa. Como la comarca, en toda la extensión visible, era desoladamente plana, el sol se zambulló de golpe en el ocaso, no dejando fuera nada más que las puntas de sus crines de oro: lo suficiente, sin embargo, para avergonzar a la luna, que por el lado opuesto ascendía con cortedad, sabiendo que sus galas no pueden ser admiradas mientras quede en el cielo un reflejo de la pupila grande.

La glorieta de la pulpería se ensombreció repentinamente. Hubo un silencio, durante el cual, en un ángulo, veíase encenderse y apagarse una lucecita roja cada vez que el viejo Sandalio chupaba con fuerza el pucho mañero.

De pronto:

—¡Hay que desatar este ñudo!—exclamó Regino.—No puedo seguir viviendo medio augau con un güeso atravesao en el tragadero!...

—Arrempújalo con un trago'e giniebra,—aconsejó el viejo.

—No, ¡es al cuete!

—¡Qué ha'e ser al cuete!... ¡La giniebra li hace cosquilla a las tripas y alilea el alma, espantando el mosqueterío'e las penas!... ¡Métele al chúpis, muchacho, métele al chúpis!...

—¡No viejo!... Hay tierras que con la seca se güelven piedra, y con la lluvia barro, y cuando no matan de sé a las plantas, les pudren las ráices!...

—¡Muchachadas, no más, muchachadas!...

Regino se puso de pie, disponiéndose a salir.

—¿Ande vas?—interrogó el viejo.

—Pajuera, a tomar aire... ¡m'estoy augando aquí!...

—Vamo a tomar aire!... ¡No es la mejor bebida, pero es la más barata!... ¡Y dispués cuando un gaucho anda medio apestao del alma, necesita salir campo ajuera pa que naides les oiga los quejidos!... ¡Vamos p'ajuera!...

Salieron, yendo a recostarse en los horcones de la enramada, donde sus caballos esperaban mansamente que se apiadaran de ellos. Pero el viejo Sandalio era poco sentimental, y Regino tenía llena la cabeza con preocupaciones avasalladoras.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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