Pedro y Juan, eran dos guachos criados en la Estancia del Venteveo, conjuntamente con otros varios.
Pero ellos, casi siempre vivían en pareja aislada.
Recíproca simpatía los ligaba. Simpatía extraña, porque Pedro era
morrudo, fuerte, sanguíneo, emprendedor, audaz y de excesiva locuacidad;
en tanto Juan, de la misma edad que aquél, era pequeño, débil,
linfático, callado y taciturno...
Desde pequeños tratábanse de “hermano”; y acaso lo fueran.
Hechos hombres, la camaradería y el afecto fraternal persistieron.
Y las cualidades de ambos, en cuerpo y espíritu, fueron acentuándose.
Sin maldad, sin intención de herir, por irresistible impulso de su
temperamento, Pedro perseguía siempre a Juan con burlas hirientes.
Y Juan callaba.
Una vez dijo:
—Mañana voy a galopiar el bagual overo que me regaló el patrón.
Pedro rió sonoramente y exclamó:
—¡Qué vas a galopiar vos! ¡Dejalo, yo te lo viá domar!...
—¿Y por qué no podré domarlo yo? —dijo
Juan.
Y Pedro tornó a reir y a replicar:
—Porque sos muy maula y no te atreverás a montarlo.
Juan empalideció:
—Mirá, hermano, —dijo;— siempre me estás tratando de maula...
—Porque lo sos.
—No lo repitás.
—Lo repito... ¿Qué le vas hacer si nacistes maula?...
—No lo repitás porque me tenes cansao y mi vas obligar a probarte lo contrario!
Pedro largó una carcajada.
—¡Y va ser aura mesmo! —exclamó Juan, poniéndose de pie y desnudando la daga.
—¡Abran cancha!... —gritó Pedro aprestándose a la lucha.— ¡Abran
cancha que le viá pegar un tajito a mi hermano, pa que aprienda!...
Chocaron las dagas.
Juan estaba ceñudo y nervioso.
Pedro, sereno y sonriente.
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