Primera parte. Los criollos
1. En que se ve que algunas cosas son, para unos, juegos de niños, y para otros, dramas del corazón
Por la plaza principal
de México atravesaba, triste y pensativo, un joven como de veinticinco
años, elegantemente vestido y embozado en una capa corta de terciopelo
negro.
Cruzó por el puente que estaba frente a las casas de Cabildo, y se
dirigió a la calle de las Canoas, como se llamaban entonces las que
ahora se conocen con el de calles del Coliseo.
Comenzaba el mes de noviembre de 1621. La tarde estaba fría y
nublada, y un viento húmedo y penetrante soplaba del rumbo del norte.
El joven procuraba cubrirse el rostro con el embozo de la capa, más
bien como por precaución contra el frío, que por temor o deseo de no
ser reconocido.
Así caminó largo tiempo hasta que se detuvo frente a una gran casa de tristísima apariencia.
En el alto muro que formaba la fachada de aquella casa, había sin
cuidado ni orden, algunas ventanas guarnecidas de fuertes y dobladas
rejas, todas cerradas por dentro, e indicando, por su poco aseo y por la
multitud de telas de araña que las cubrían, que por mucho tiempo nadie
se había asomado por allí.
La puerta de la casa tenía una figura rara también, y los batientes
ostentaban gruesos clavos de fierro, que mostraban ya las señales de la
vejez y del abandono.
El joven miró la casa con cierto aire de tristeza, lanzó un
suspiro, y sacando la mano por debajo de la capa, llamó fuertemente a la
puerta.
Al cabo de algún tiempo se oyó el ruido de los cerrojos y las
cadenas, y la puerta se abrió rechinando sobre sus enmohecidos goznes.
Un anciano vestido de negro y con un gorro de lienzo blanco, recibió al joven.
—¿Qué manda usía? —dijo.
El joven se lo quedó mirando y luego le contestó con otra pregunta:
—¿Sois, por ventura, tío Luis?
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