Los Hijos del Aire
Emilio Salgari
Novela
Primera Parte. Los hijos del aire
I. La fiesta de las linternas
Pekín, la inmensa capital del más poblado imperio del mundo que, como Roma, se levanta como un desafío al tiempo, se sumergía poco a poco en las tinieblas.
Las enormes cúpulas azuladas por los reflejos dorados de los gigantescos templos budistas; los mil detalles de porcelana del templo del espíritu marino que comprende las tres encarnaciones del filósofo Lao Tsé; los blancos mármoles del templo del cielo; las verdes tejas del templo de la filosofía; la inmensa selva de agujas y de antenas que sostienen monstruosos dragones dorados; las puntas arqueadas del metal dorado de las torres, de los bastiones, de las murallas enormes de la ciudad prohibida, desaparecían entre la bruma del atardecer. Sin embargo, el fragor que repercutía por todas las esquinas de la monstruosa ciudad, aquel fragor sordo y prolongado producido por el movimiento de tres millones de habitantes, por el ruido de miríadas de carros, pequeños y grandes, y por el galope de caballos, aquella noche parecía no querer cesar, a pesar del proverbio chino que dice: «la noche está hecha para dormir».
Contrariamente a la costumbre de los flemáticos chinos, parecía aumentar de un modo ensordecedor.
En las torres, en las terrazas, en los patios, en los jardines, en las plazas, en las calles y callejuelas más lejanas, perdidos en los confines de la inmensa capital, resonaban el gong y los tam-tam, retumbaban los caracoles marinos con roncos sonidos, tronaban los petardos, estallaban las bombas, silbaban cohetes y chirriaban las ruedas, echando al aire infinidad de chispas.
Caía la noche, pero Pekín se enardecía cubriéndose de luz.
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Publicado el 3 de marzo de 2017 por Edu Robsy.