I
En los tiempos en que las ruecas zumbaban activamente en las granjas, en
que las mismas grandes damas, vestidas de sedas y encajes, tenían sus
pequeñas ruecas de encina lustrada, a veces se veía, ya sea en los
caminos de los distritos apartados, ya sea en el seno profundo de las
colinas, a ciertos hombres pálidos y enclenques que, comparados con las
gentes vigorosas de los campos, parecían ser los últimos vestigios de
una raza desheredada.
El perro del pastor ladraba furioso cuando uno de esos hombres de
fisonomía extraña aparecía en las alturas, y su fisonomía extraña se
destacaba negra sobre el cielo, en el ocaso breve del sol de invierno;
porque, ¿a qué perro no incomoda una persona encorvada bajo el peso de
un fardo? Y aquellos hombres pálidos rara vez salían de su aldea sin
aquella carga misteriosa.
El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la
bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas
con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por
indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu
maligno.
En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a
todo hecho un tanto extraño. Y para que una cosa pareciera tal, bastaba
que se repitiera periódica o accidentalmente, como las visitas del
buhonero o del afilador.
Nadie sabía dónde vivían aquellos hombres errantes, ni de quién
descendían; y, ¿cómo podría decirse quiénes eran, a menos de conocer a
alguien que supiera quiénes eran su padre y su madre?
Información texto 'Silas Marner'