I. Detenciones
Las dos barcas se balanceaban en la sombra, atadas
al pequeño embarcadero que surgía fuera del jardín. Aquí y allá, en
medio de la espesa niebla, se divisaban a orillas del lago ventanas
iluminadas. Enfrente el casino de Enghien centelleaba de luz, aunque
eran los últimos días de septiembre. Entre las nubes aparecían algunas
estrellas. Una ligera brisa hinchaba la superficie del agua.
Arsenio Lupin salió del quiosco donde estaba fumando un cigarrillo y, asomándose al extremo del embarcadero:
—Grognard, Le Ballu…, ¿estáis ahí?
Un hombre surgió de cada barca y uno de ellos respondió:
—Sí, jefe.
—Preparaos; oigo el auto, que vuelve con Gilbert y Vaucheray.
Atravesó el jardín, dio la vuelta a una casa en obras cuyos
andamios podían distinguirse, y entreabrió con precaución la puerta que
daba a la avenida de Ceinture. No se había equivocado: una luz viva
brotó de la curva, y se detuvo un gran descapotable, del que saltaron
dos hombres que llevaban gorra y gabardina con el cuello levantado.
Eran Gilbert y Vaucheray: Gilbert, un chico de veinte o veintidós
años, de cara simpática y paso ágil y enérgico; Vaucheray, más bajo, de
pelo entrecano y cara lívida y enfermiza.
—¿Qué? —preguntó Lupin—. ¿Habéis visto al diputado…?
—Sí, jefe —respondió Gilbert—. Lo vimos tomar el tren de París de las siete cuarenta, como ya sabíamos.
—En ese caso, ¿tenemos libertad de acción?
—Total. El chalet Marie-Thérese está a nuestra disposición.
El conductor se había quedado en su asiento, y Lupin le dijo:
—No aparques aquí. Podría llamar la atención. Vuelve a las nueve y
media en punto, a tiempo para cargar el coche…, si es que no fracasa la
expedición.
—¿Por qué quiere que fracase? —observó Gilbert.
Información texto 'El Tapón de Cristal'