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Hermanos

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.


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3 págs. / 5 minutos / 7 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Las Nuevas Fasces

KinLucas Busher


primera guerra mundial, fascismo, italia, belico, relato, guerra


Las Nuevas Fasces:

Transcurría el año 1916 (Primera Guerra Mundial), en un fuerte en la frontera con Francia, un pelotón italiano tenía la misión de parar cualquier avance de exploración o ataque alemán.

El cobarde a cargo de este medio centenar de soldados de infantería ligera era el teniente Pedro Vinious, que trataba a sus hombres como animales. El jueves, dos carretas partieron con desertores y enfermeras, que huyeron por los rumores del adelanto de un batallón de artillería alemán; Pedro Vinious había tratado de huir con los desertores, pero sus oficiales lo detuvieron discretamente sin que se enteraran los demás soldados.

Había pocos hombres, unos fusiles Lee-Metford desechado por el ejército británico por su antigüedad y un par de ametralladoras pesadas que eran la única defensa anti-aérea y terrestre del fuerte. En cuanto a alimentos, solo había unas reservas de pan y algunas gallinas para degollar.

 

En la defensa del fuerte no había imponentes morteros ni grandes tanques de guerra, sino las ametralladoras establecidas como torretas y una fila de diez hombres que montaban la guardia en una fila escondida –cada uno con un fusil-.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 6 visitas.

Publicado el 5 de abril de 2025 por KinLucas.

El sustento del odio

J. Pérez de los Ríos


Filosofía del auto-conocimiento




Un sabio, en un arranque de lúcida amargura, proclamó que "el rencor es un veneno que uno mismo destila y bebe". Razón no le falta; sin embargo, como todo veneno que amenaza con devorar a su creador, requiere de una estrategia ingeniosa para no sucumbir a su propia pócima.


Tanto el odio como el amor precisan de sustento, aunque se nutren de fuentes opuestas y su naturaleza difiere radicalmente. El amor, sublime e incorruptible, se alimenta de sí mismo, elevado por una vibración que parece emanar de un éter inasible, mientras que el odio, voraz y rapaz, necesita saquear energía externa para prolongar su existencia, pues su esencia destructiva lo consume rápidamente.


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1 pág. / 1 minuto / 19 visitas.

Publicado el 29 de marzo de 2025 por Juan del Pozo .

CHUPACORRIENTES

A. J. BOZINSKY


ficción extraña, autor independiente


CHUPACORRIENTES

 

 

 

 

 

 

A. J. BOZINSKY

 

 

 

Traducción al inglés a cargo de

Isabel Montesanto

(https://dulceye.neocities.org)

 

 

 

 

Obra bajo licencia Creative Commons.  BY. NC. ND.

 

 

 

 


 

CHUPACORRIENTES

 

En las casas antiguas, los contadores de corriente eléctrica estaban instalados dentro del hogar. Esto daba lugar a que ocurrieran diversos tipos de irregularidades, que más tarde se evitaron recurriendo a la instalación exterior. Si se observa bien, este caso resultará feliz, debido a tan singular detalle… Aunque debiera corregirme, porque en realidad se trata de un triste feliz final.

Edberto escuchaba su radio transistorizada, ubicada sobre la mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo, quien en vida fuera de profesión sastre y de vocación poca para el trabajo, heredada con plenitud por Edberto, junto a un par de tijeras de excelente metal, géneros e hilos de muy buena calidad, libros de caja con manchas de hongo, una docena de revistas de sexología, herramientas de madera cuyo uso desconocía, varias antiguallas, y la radio que, en ese instante y sin su funda de cuero, transmitía en amplitud modulada información de primer momento.

Ora la voz gangosa de una asmática, ora la voz medio atiplada y medio falsete de un mequetrefe, alertaban sobre las enigmáticas muertes por electrocución, que hacía dos semanas se incrementaban, dejando sin respuestas a la policía y a los técnicos de la compañía eléctrica.

—Raro —dijo Edberto—. Pero más raro son los niños con cola.


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16 págs. / 29 minutos / 16 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Álvaro Bozinsky.

La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


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3 págs. / 5 minutos / 15 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Cabezas de nuez

Rhoma Grace


Mito, leyenda


Cuando el tiempo todavía era nuevo, las horas vacías y los segundos, sin nombre, la Historia, aburrida, se cansó de la soledad. Sus padres, el Espacio y la Existencia pasaban el nuevo tiempo tan ocupados agrandando el universo, que la Historia no tenía nadie con quien compartir la nada que se generaba a borbotones. Los segundos recién estrenados los utilizaba para encender y apagar estrellas, formar espirales galácticos, y cuando el aburrimiento era muy grande, borrar uno que otro lugar del universo creado por su papá, para formar luego su propio agujero negro y girarlo hasta el cansancio, como trompos de juguete.Eventualmente, incluso esas extraordinarias actividades perdieron su encanto, opacadas por la monotonía de la repetición eterna. Pero lo que más afligía a la joven Historia, era saber que no importaba que tan magníficas o impactantes sus creaciones e inventos con la materia fueran, no habría nadie para contemplarlos, pues ni siquiera sus padres prestaban mayor reparo en sus galaxias y planetas. Decidido un momento cualquiera, acudió a los confines del universo donde el Tiempo hilaba la tela de los nuevos segundos, milenios y horas, y, lanzando una estrella para distraerlo, robó un poco del hilo temporal.


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1 pág. / 3 minutos / 17 visitas.

Publicado el 22 de marzo de 2025 por Maria Alejandra León.

El Burro

Juan José Morosoli


Cuento


Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.


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3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Asistente

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando su mujer murió, el pago se quedó sin partera. En el mismo momento de morir ella, él heredó la profesión.

Alguien se horrorizaba:

—Mire usted que un hombre en eso...

—Pero si es como una mujer el pobre. ¿Usted ha estado en su casa?

Y contaba que Almada se remendaba y lavaba la ropa, cocinaba y zurcía sus trapitos. Que andaba siempre limpio y bien afeitado.

Era verdad. Usaba unos pantalones negros, estrechos y lustrosos y un saco blanco. De pecho angosto y pie chiquito, como de mujer, calzado siempre en zapatillas de cuero puntiagudas y lustradas. Caminando livianito como un peluquero.


* * *


A él dándole golosinas ya lo tenían contento. Lo que menos apreciaba era la plata. Si acaso algún regalo para la casa: floreros, estatuas de santos.

—Por eso Rodríguez se había hecho nombrar con un regalo de estos.

—¿Algún juego de vidrio?

—No. Un busto.

—¿Santo o general tal vez...?

—No. Un busto de los Treinta y Tres Orientales. Parados. Completo. Ni uno más ni uno menos. Y un monte atrás.

Cuando llegaba a las casas, lo recibían con un surtido de especialidades de boliche: anís, pasas de higo, cocoa, café... Era hombre de buena prosa y de buena atención para la prosa de los demás.


* * *


Su mujer era muy gruesa y se cansaba de todo menos de comer y tomar mate dulce. Almada hacía la tarea de la casa.

—A tu patrona la has puesto de patrón...

—¿Y qué querés? ¿Que yo parteree y ella cocine?


* * *


Así hasta aquel día que ella se quedó muerta tomando mate.

Estaba al lado de la cama donde una infeliz se retorcía de dolor en trance de alumbrar.

Cuando Almada entró a buscar el mate, la encontró en el suelo. La pobre se había "quedado" sin moverse del asiento.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 13 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

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